Por: Samuel Cabanchik
Si bien desde hace algunos años la dinámica electoral se ha instalado con una permanencia condicionante del desarrollo político en su conjunto, no cabe duda de que los años electorales, ahora en sentido literal, potencian esa dinámica de un modo masivo.
De este modo, la praxis política nacional ya se encuentra enteramente atravesada por lo que llamaremos reducción electoralista. Este reduccionismo se caracteriza por disolver las identidades ideológicas y aún partidarias en el ácido de una partición dicotómica de la representación política en términos de oficialismo y oposición, que corroe la densidad política de la representación, dejando a la sociedad sin orientación instituida.
A la metáfora química podemos agregar una física. En este sentido, diremos que hay un doble juego de fuerzas que atenazan a la política argentina: por un lado, las centrífugas, que expulsan las identidades políticas hacia sus expresiones mediáticas, en las que se mezclan como vanos juegos de superficie -o bien quedan capturadas en estructuras facciosas infiltradas en las burocracias locales, donde los grandes medios no tienen alcance-, por otro lado, las fuerzas centrípetas, que colocan en el centro la confrontación oficialismo/oposición, de manera tal de impedir toda construcción política auténtica y superadora.
Si la descripción esquemáticamente esbozada hasta aquí es correcta, no cabe esperar para este año grandes cambios. Nos dirigimos a una verdadera colisión masiva entre estos términos dicotómicos, en la que por un lado tendremos las expresiones políticas del gobierno y afines y por otro lado un esfuerzo aliancista que, aun subordinado al reduccionismo electoralista antes referido, ofrecerá opciones un poco más competitivas que en las elecciones pasadas -sobre todo en los grandes distritos, con excepción de Buenos Aires “La provincia”-.
En esa confrontación, “el partido de gobierno” tiene la ventaja de arriesgar menos -pone en juego su mala elección de 2009- sin tener que esforzarse por conquistar un cuerpo político que el poder por sí mismo garantiza. En cambio, la oposición tiene el desafío de al menos retener su ventaja de 2009 dando al menos la apariencia de cuerpo político.
El resultado de esta confrontación dependerá tanto de la marcha de la economía -no se avizoran grandes problemas hasta ahora- como del modo en que se tramiten los conflictos políticos y sociales -aquí sí se encuentran extremos desestabilizadores que pueden jugar un papel distorsionador-.
Nuestro deseo como espacio político de la Ciudad de Buenos Aires, comprometido con una proyección nacional que logre finalmente liberar a la política del reduccionismo mencionado, reconciliándola con la sociedad, es precisamente que podamos conformar auténticos frentes cuya integración responda a orientaciones ideológicas vivas en el pueblo con el que hay que renovar el contrato de representación.
En la medida que esos acuerdos sean posibles para nosotros, esperamos seguir contribuyendo a esa tarea, en el lugar en el que la voluntad popular determine. Pero más allá de las situaciones específicas, nuestra expectativa se articula en dos aspectos solidarios entre sí: que la confrontación propia del juego democrático no rompa el juego y, finalmente, que sus expresiones más críticas no generen como consecuencia una frustración más para el conjunto de los argentinos, pues sabemos que cuando los conflictos asumen la dinámica de la autodestrucción, son los sectores más débiles de la sociedad quienes más caro pagan la fiesta de unos pocos.