En educación, la diferencia entre opinar y gestionar es inmensa

Sebastian Katz

Cada vez que alguien me propone hablar de educación así, genéricamente, le aclaro que soy docente en escuelas técnicas, públicas y en la Ciudad de Buenos Aires. No es porque pretenda eludir el tema, simplemente busco advertir a mi interlocutor acerca de cuál es mi perspectiva sobre la “educación” en general. Quizás mi cautela sea excesiva, porque muchos de los problemas que tiene el sistema educativo son comunes a todos los niveles y jurisdicciones, pero prefiero proceder así, porque creo que es más responsable que opinar sin saber.

Ahora bien, todos los días escuchamos y leemos opiniones de especialistas en educación, con las que coincidimos o no, y la duda que siempre me queda es en qué se basan para tirar esas postas firmes y claras, que parecen mostrar, en teoría, un diagnóstico preciso y un camino sensato para recorrer.

Si lo hacen basándose en estadísticas oficiales se complica, porque son pocos los casos en los que esas cifras son confiables. El problema se agrava cuando, además de opinar, diseñan políticas públicas basándose en esas estadísticas. Ahí el daño es mayor.

Por ejemplo, los especialistas suelen tener sentencias y soluciones muy claras sobre la inclusión o la matrícula de los alumnos, sin saber que las escuelas que anotan alumnos “fantasma” para que algunos cursos aparezcan oficialmente con una cantidad de inscriptos mayor a la real, con chicos que aparecen en listas, pero que no van nunca. Después esas mismas escuelas les exigen a los profesores que a los alumnos fantasma les pongan 1 y no ausente en la planilla de calificaciones, para que parezca un alumno flojo pero que sigue ocupando un casillero y un lugar en el aula. El docente, ante el temor por un posible cierre del curso y la pérdida de horas de clase, acepta resignado. Esa matrícula ficticia le permite a la escuela pedir recursos “a los de arriba”, garantizando la perpetuidad de la truchada. Y no me vengan con el “margen de error”, estoy hablando de divisiones con 20 inscriptos y 7 alumnos reales. Con estos trucos queda desvirtuada cualquier afirmación sobre cantidad de alumnos, y cantidad de repitentes de nuestros especialistas.

Quizás para ellos es apenas una celda de su Excel, pero para los que estamos todos los días en el aula es una muestra más de la decadencia de la educación formal.

Otro ejemplo que evidencia esto aparece con cada “reforma curricular”, que suelen incluir cambios que, cuando uno empieza a preguntar, nadie había propuesto. Una historia real: hace poco la materia “dibujo técnico” de 2do. año de las escuelas técnicas perdió el 25% de su carga horaria. Esto formó parte de una serie de cambios que cada jurisdicción debía hacer para adaptar su currícula a la legislación nacional, y tener así un sistema integrado en todo el país. Cuando empecé a preguntar entre mis colegas, estudiantes, padres o directivos, no encontré a nadie que haya estado de acuerdo con esa modificación. Para llegar a esto, encima, tuvimos decenas de ¨jornadas¨, perdimos días de clases, y cuando vimos los cambios concretos, terminaron siendo malos, con consecuencias que ya estamos padeciendo.

La sensación que tenemos muchas veces los docentes es que la distancia entre los que opinan y gestionan y la realidad es inmensa. Y que opinar y en muchos casos gestionar a distancia dificulta la búsqueda de soluciones.

A veces digo en broma que los “especialistas en educación” pisaron por última vez una escuela el siglo pasado. Muchos me preguntan por qué lo digo en broma.