Por: Silvia Mercado
Un tweet del periodista Facundo Landívar me hizo acordar por qué quise escribir sobre Raúl Apold, el secretario de medios de Juan Domingo Perón en sus dos primeras presidencias. Aludía a las presentaciones que ayer se hicieron de mi libro, “El inventor del peronismo” y “El salto del tigre”, la biografía de Sergio Massa, escrita por Pablo De León. “Venime ahora a hablar del fin del periodismo”, escribió @flandivar en Twitter.
Así fue como recordé el sentimiento exacto que me produjo el envío de la Ley de Servicios Audiovisuales al Congreso de la Nación en el 2010, con el declarado propósito de promover la pluralidad de voces. Conocía lo suficiente de la intimidad del kirchnerismo como para saber que eso no era cierto. También había leído lo poco que se escribió acerca de la política de comunicación del peronismo original, básicamente “Perón y los medios de comunicación”, publicado por el periodista Pablo Sirvén en 1984, bajo el sello del Centro Editor de América Latina (CEAL).
Jamás dudé. Bajo el pretexto de la democratización de la palabra, existía el deseo irrefrenable de Néstor Kirchner de ahogar a las empresas de medios financieramente sólidas, y con más éxito de audiencias, para controlar el debate social. Y con innegable talento, obtuvo el decidido respaldo de importantes sectores políticos, intelectuales y académicos, que venían batallando desde mucho tiempo atrás por una ley de medios de la democracia.
Mi sentimiento era sencillo y consistía en que si no reaccionábamos frente a las intenciones del Gobierno, los periodistas perderíamos nuestra razón de ser en la Argentina, ya no serviríamos para poner luz en lo que normalmente el poder quiere ocultar, ni para contar los pesares de los más débiles, que normalmente sólo son tenidos en cuenta cuando aparecen en los medios de comunicación, chicos, medianos o grandes, en cualquier parte del país.
Hoy puede sonar exagerado. Es una suerte que así sea. Pero por esa época tuve miedo. Físicamente sentí que mi libertad y la democracia estaban en peligro. No por creer que los medios y los periodistas somos perfectos. Estamos muy lejos de eso, hemos cometido todos los pecados posibles, incluído el de la soberbia. Sin embargo, estoy convencida de que el periodismo, con sus más y sus menos, es una institución que hace a las democracias más sólidas, garantizan la diversidad del debate y facilitan que los pueblos sean menos dependientes de los iluminados, siempre más preocupados en concentrar poder personal que en resolver los problemas de la gente.
El kirchnerismo dividió a los periodistas. Muchos decidieron acompañar jubilosamente el proyecto de ley de medios. Le creyeron. En esas discusiones estábamos en el cumpleaños de una colega, cuando un periodista contó que un tío suyo, Carlos Raffo, en 1948 perdió su trabajo como secretario general del diario El Mundo, cuando Raúl Apold llamó a la redacción para pedir que lo echen y nunca más lo dejen entrar a la redacción.
Me pregunté entonces qué profesión tendría Apold, de dónde vendría, cómo habría llegado a Perón. Me extrañó no saber cuándo había muerto, ni dónde. Pero mi sorpresa fue aún mayor cuando al googlear su nombre, descubrí que no se conocían los datos más elementales de su vida, como la fecha exacta de nacimiento y muerte, quién había sido su familia, si estuvo o no preso, en todo caso dónde se había exiliado a partir de la Revolución Libertadora.
Llegué a la conclusión de que Raúl Apold era el secreto mejor guardado del peronismo, y me propuse investigar su historia. Quise hablar de él, de su política de comunicación para imponer una voz única, del control de los medios y los contenidos, de la domesticación que exigía a artistas de todas las ramas del arte para poder conseguir trabajo. Quise hacer lo que estaba en mis manos para que no se repita la historia: hice periodismo. Es que estoy segura de que lo que se habla, no se actúa. Y el periodismo es, justamente, la institución que más facilita el debate social, infinito e imperfecto, como la democracia misma.