Por: Silvia Mercado
El diario La Prensa fue fundado por José Clemente Paz en 1869, y diez años después vendía 18.000 ejemplares. Fue creciendo en el transcurso de los años, pero recién con la Primera Guerra Mundial alcanzó el pico de 250.000 ejemplares. A partir de ahí, su crecimiento fue aún más pronunciado.
Cuando Juan Domingo Perón ganó las elecciones en 1946 vendía 435.000 ejemplares promedio durante la semana y 520.000 los domingos. El día de su última edición, el 23 de enero de 1951, antes de que La Prensa fuera expropiada en aplicación de una ley votada por una amplia mayoría del Congreso de la Nación, sus ventas se habían ampliado a 450.000 ejemplares promedio durante la semana y 550.000 los domingos.
Los lectores de La Prensa resistían a un gobierno que consideraban autoritario y discrecional, comprando ese diario que cada vez tenía menos páginas (el papel lo otorgaba la subsecretaría que manejaba Raúl Apold), y que como toda muestra de independencia periodística, a veces sólo se limitaba a publicar los discursos de los funcionarios y legisladores peronistas sin editarlos, para exhibir los costados más agresivos del peronismo.
Desde 1946, año a año, el acoso estatal sobre el diario se fue incrementando. El objetivo era lograr que Alberto Gainza Paz, nieto del fundador, se desmoralizara y vendiera a ALEA SA, la empresa de medios que manejaba Carlos Aloé, testaferro de Perón. Es decir que se asustara y se fuera del país. Que prefiriera vender, antes que perder todo.
Fueron cuatro larguísimos años intentando todo para fracturar a La Prensa. Pero a fines de 1950, la situación seguía siendo más o menos la misma. A través de un informante que tenía en la administración del diario, Apold le había asegurado a Perón que Gainza Paz estaba dispuesto a cualquier sacrificio personal y económico antes que negociar con sus testaferros.
Por eso el 23 de enero de 1951, el secretario general del Sindicato de Vendedores de Diarios, Revistas y Afines, Nicolás Sollazo, presentó un petitorio a la empresa solicitando la supresión de las sucursales donde se vendía el diario y la eliminación de las ventas por suscripción, además del reconocimiento de un 20% de las ganancias de los avisos clasificados.
La empresa no aceptó ninguno de los reclamos, el gremio decretó el paro y la Federación Gráfica Argentina y el Sindicato Argentino de Prensa respaldaron inmediatamente la medida. Un mes después, preocupados por el destino de su trabajo, periodistas y obreros del diario resolvieron volver a sus tareas el 27 de febrero y, juntos, caminaron desde el centro hasta los talleres de Azopardo y Chile cuando, a poco de llegar, se desató un tiroteo que mató a un obrero de expedición, Roberto Núñez.
El cadáver fue llevado a la morgue, y la CGT intentó sacarlo de allí para velarlo como mártir de la clase trabajadora, caído por “irresponsabilidad empresaria”. Su familia se enteró y avisó a los compañeros de trabajo que se adelantaron y llevaron el cuerpo de Núñez hasta el hall central del diario donde, finalmente, fue velado.
El 2 de marzo, la CGT convocó a una reunión de secretarios generales, donde fueron muchos los que se anotaron para denostar al diario. Entre ellos, José Espejo, secretario general, quien definió a La Prensa como “oligárquica, antiargentina, antiobrera y extranjerizante, puesta al servicio de los intereses capitalistas”. Al concluir las deliberaciones, se lanzó un paro nacional en repudio del medio.
Dos días después, el Poder Ejecutivo Nacional convocó a sesiones extraordinarias para analizar el conflicto y entre el 11 y el 12 de abril, el Congreso de la Nación aprobó la primera ley de expropiación de un diario argentino, en un dictamen de apenas tres artículos.
Para entonces, Alberto Gainza Paz ya había abandonado el país en un bote que le costó conseguir, durante una difícil noche de tormenta, sólo acompañado por su hijo Máximo, que entonces tenía apenas 9 años.
Apold le entregó La Prensa a la CGT, que a partir de ahí salió bajo el slogan “al servicio del pueblo”, y colocó a Martiniano Pazos de director periodístico. Su formato y diseño eran prácticamente idénticos al original, aunque tenían más despliegue las fotos, mayoritariamente de Eva y Perón, que salían en grandes tamaños.
Obviamente, La Prensa de la CGT fue un fracaso. No la compraban los peronistas, porque la veían demasiado tradicional, ni tampoco los antiperonistas, porque su contenido no lo era.
La postura natural de ese diario exitoso, que espejaba la visión del mundo de sectores muy amplios de la sociedad argentina de entonces, le costaría muy caro a su personal directivo, a los periodistas y también a sus lectores, que siguieron comprándolo hasta el último día, a pesar de que sólo podía leerse con lupa, ya que en seis páginas debían publicar lo que antes salía en 48. Aun sin La Prensa, esos lectores siguieron pensando más o menos lo mismo. Apenas aumentaron su odio.
El intento de construir desde el Estado una escena ideal, sin conflictos, pletórica de realizaciones, una versión edulcorada de los hechos, no es nuevo en la Argentina. En 1955, todos los medios estaban a favor del gobierno, sin embargo, no lo estaban amplios sectores de la sociedad. Por eso al volver en 1973, Perón ya no quiso dominarlos. Se dio cuenta que de nada le había servido ese esfuerzo.
Es que los medios sólo son exitosos cuando representan a “el otro”, todo aquello que los gobiernos buscan ocultar: las dudas, las preguntas, los valores, los temores de sectores de la sociedad que, en democracia, buscan expresarse a diario, no solamente cuando toca votar.