Cuando a mediados del siglo V antes de Cristo los griegos empezaron a preguntarse por el conocimiento, elaboraron una primera teoría según la cual éste no era sino un reflejo, una copia mental, del objeto conocido. Esta concepción suele denominarse “realismo ingenuo”. Sin embargo, rápidamente, esta teoría simplista motivó serias dudas, como puede apreciarse sin dificultad en las obras de Aristóteles, a raíz de lo cual su posición se califica “realismo crítico”. Es decir, no todo lo que pertenece al objeto integra lo captado y elaborado por el sujeto en el acto de conocimiento. La modernidad, mucho más crítica y radical, tiende a considerar al objeto como una construcción del sujeto, llegando en casos extremos a negar la existencia separada de aquél, al margen de la percepción (Berkeley). Cuando se otorga la preeminencia al sujeto en la relación de conocimiento se habla de “idealismo”, que reconoce distintos tipos: idealismo subjetivo (el ya mencionado Berkeley), idealismo crítico (Kant), idealismo absoluto (Hegel). Por lo demás, existen numerosas variantes intermedias y también el materialismo, que en sus formas evolucionadas debe distinguirse del realismo ingenuo; como ya dijimos, la manera más primitiva de concebir el fenómeno del conocimiento.
Pero mi intención no es aquí redactar un ensayo sobre teoría del conocimiento o epistemología -que nunca vendría mal- sino, a la luz de hechos recientísimos, llamar la atención sobre una difundida autocomprensión de los grandes medios de comunicación masiva, que me parece francamente insostenible y de consecuencias indeseables. Me refiero a lo tantas veces escuchado en boca de los comunicadores sociales acerca de que los medios no hacen otra cosa que “reflejar la realidad”. Sólo eso. Se verá fácilmente que tal afirmación adscribe sin titubeos a lo que más arriba hemos llamado “realismo ingenuo”, teoría del conocimiento insostenible a esta altura del desarrollo histórico.
Es obvio que el mero hecho de recortar un suceso y desechar otro ya implica un proceso de selección y, como tal, una intervención subjetiva. Pero, además, al narrarlo, el presunto reflejo es necesariamente distorsionado. No sólo por las diferentes maneras en que puede relatarse -términos utilizados, construcción de las frases, tono empleado- sino por algo más fundamental: entre la realidad y el lenguaje hay siempre un “salto”, un cambio de registro. El conocimiento no “refleja la realidad”, no la copia, ante todo porque entre el lenguaje y la realidad no hay isomorfismo; se trata de dimensiones distintas e inconmensurables. No hay traslación sin distorsiones de la realidad al lenguaje, siempre nos encontramos ante una traducción. De ello no se infiere que no interactúen, desde ya.
Bastaría lo dicho para invalidar la teoría del “reflejo”. Pero hay algo todavía más decisivo, como hemos podido apreciar en los días que corren. Es evidente que la difusión de los sucesos de Córdoba -rebelión policial, saqueos- incidió en que éstos se replicaran de inmediato en casi todo el resto del país. Negarlo sería necio o, lo que es peor, indicio de mala fe o deshonestidad intelectual. Esto significa: los poderosos medios masivos de comunicación actuales, hijos dilectos de la revolución tecnológica en curso, lejos de ser mero reflejo inocuo, forman hoy parte inescindible de la realidad que se genera. Integran la producción de los hechos. Muchos sucesos no ocurrirían sin su intervención y en todos ellos cabe adjudicarles una parte en la configuración de los mismos.
¿Significa esto que los medios deben abstenerse de informar, ocultar información? No y mil veces no. Sólo quiere decir que deben abandonar la concepción ingenua del conocimiento que acostumbran profesar y hacerse cargo de su participación activa en la configuración del mundo que nos toca vivir, lo cual -como es natural- implica una cuota de responsabilidad incomparablemente mayor a la del mero “reflejo”.