Por: Victoria Donda Pérez
En países como el nuestro, donde la producción de alimentos forma parte de nuestra identidad, la semilla es mucho más que una mercancía. Es un componente vital para el desarrollo de la agricultura, la biodiversidad de los ecosistemas y la soberanía alimentaria de nuestro pueblo.
Durante siglos el trabajo y esfuerzo de generaciones de agricultores han permitido el mejoramiento de cultivos gracias a la posibilidad de guardar su semilla, intercambiarla y hacer una selección de las mismas en base a las características propias de cada lugar, cumpliendo un rol importante respecto a la diversidad biológica de muchas especies. Estas tareas de mejoras de las cualidades de un cultivo sirven de base para la adaptación a un entorno en constante cambio. El derecho al uso propio, es decir la posibilidad de utilizar libremente la semilla obtenida de la propia cosecha para una nueva siembra, es el marco que históricamente permitió el cumplimiento de esta importante labor de los agricultores.
Cuando un agricultor o agricultora compra en un negocio, por ejemplo, una bolsa de semilla de maíz, paga como parte del precio lo invertido en investigación y desarrollo tecnológico realizado en ese cultivo. Una vez que siembra y cosecha los frutos, puede venderlos, intercambiarlos por otros productos, consumirlos, guardarlos a futuro, o volverlos a sembrar. De acuerdo a la ley vigente, todo esto es lícito y encuadra en el marco legal. La intención del Gobierno desde hace tiempo es que ese derecho a usar la semilla obtenida de la cosecha para una nueva siembra, el llamado “uso propio”, de ahora en delante deje de ser una regla y pase a ser una excepción.
El reciente anuncio del jefe de Gabinete de avanzar en la reforma de la ley de semillas a través de un decreto de necesidad y urgencia generó la crítica de distintos sectores. Aparentemente, de ahora en adelante se haría extensiva la modalidad de cobro utilizada por Monsanto para su nueva semilla “Intacta”. Cuando un productor compra esta semilla, la empresa le hace firmar un contrato que le obliga a pagar por esa “innovación tecnológica invertida” cada vez que siembre el fruto de esa semilla. A partir de abril de este año, además, a raíz del acuerdo establecido entre la multinacional y las compañías exportadoras, Monsanto vuelve a cobrar por esa tecnología a través de la retención de un canon por cada tonelada de semilla “Intacta” que se exporte. Disponiendo un sistema privado de control y monitoreo de todo el proceso -cultivo, acopio, transporte, comercialización- desde la compra de la semilla hasta la exportación de sus frutos, para garantizar su negocio, fortaleciendo su posición monopólica. Aunque resulte increíble, se trata de vender y revender al infinito lo que el productor ya pagó. De obligarlo a pagar nuevos montos por algo que, en definitiva, es obra de la naturaleza, y no de ninguna empresa.
La propia Federación Agraria presentó una denuncia contra la empresa ante la Comisión Nacional de Defensa de la Competencia por “abuso de posición dominante”. La propuesta de la Casa Rosada, según trascendidos, sería por un lado cobrar la tecnología en forma generalizada a todos los agricultores cada vez que vuelvan a sembrar su propia semilla, y por otro impedir estas retenciones en las semillas al momento de exportar.
Nos preocupa que el Gobierno responda más a las necesidades de las multinacionales que a las del pueblo productor. Ya tuvimos el “decreto Chevron” que entregó nuestro petróleo de Vaca Muerta, ahora tendremos el “decreto Monsanto” que le dará más poder a esta empresa fortaleciéndola aún más en todo el proceso. Con casi el 80 % del territorio cultivable sembrado en su mayoría con sólo uno o dos cultivos transgénicos producidos por unas pocas firmas, más que a las empresas necesitamos fortalecer la función reguladora del Estado, para recuperar nuestra soberanía alimentaria, nuestra capacidad de decisión. Necesitamos recuperar la producción regional de un montón de alimentos y actividades desplazadas en todos estos últimos años, con la consecuente pérdida de mano de obra y un alto impacto en la salud de la población, fenómeno conocido como “pueblos fumigados”. Cultivos y actividades desplazadas que hoy están en la cornisa y que su achicamiento impacta de manera directa en la mesa de cada hogar, en las alternativas que nos van quedando para comer sano, suficiente y a precios accesibles.
Una medida de esta naturaleza contraria a nuestra tradición agrícola, que nos despoja del derecho a utilizar libremente la semilla propia, no puede ser realizada a través de un Decreto de Necesidad y Urgencia, reservado por nuestro texto constitucional a una situación de excepcionalidad que impida seguir el trámite ordinario para la aprobación y sanción de las leyes. Nada de ello ocurre en la actual conyuntura.
Vedar la discusión parlamentaria en la incorporación de un nuevo marco jurídico absolutamente regresivo para el productor y sus familias, pero principalmente, para nuestra soberanía nacional, nos debe alertar. Nuestros socios comerciales no se han dejado amedrentar y han dicho que no a estas exigencias, la sociedad argentina merece que el debate se dé en el ámbito institucional correspondiente, que es el Congreso Nacional.