Por: Agustín Laje
Hablar de relato puede asustar. Nos trae el recuerdo, muy fresco todavía, de la disyuntiva relato contra realidad que, en virtud del tipo de relato —populista— que construyó el kirchnerismo, representamos en nuestro imaginario colectivo.
Pero aquella fue una falsa disyuntiva. Que el kirchnerismo haya planteado su relato como la contracara más insultante de la realidad palpable no significa que la función definitoria de los relatos en política sea el encubrimiento o la negación de lo real. Al contrario, su función es llenar de sentido extramaterial la materialidad de la técnica.
Si esto es así, deberíamos asumir que no hay política sin relato, pues lo contrario es gestión a secas. Y, trayendo una clásica distinción weberiana a colación, la gestión a secas no necesita tanto de políticos cuanto de científicos. ¿Qué lugar quedaría para la política en tal caso?
Es entendible, no obstante, que el PRO haya dedicado todas sus energías en este primer tiempo de gobierno a la solución de los grandes problemas que dejó la herencia kirchnerista. Mucho se habló de la calidad técnica del equipo que formó Mauricio Macri. Pero así como relato sin gestión es ficción, gestión sin relato es tecnocracia. Y el problema de la técnica pura es que adolece de un lenguaje profano, ininteligible para las grandes mayorías, e incapaz a la postre de catalizar movilización política.
La legitimidad de los Gobiernos donde la técnica desplaza por completo a la política pende de un hilo muy fino: el de los resultados materiales claramente identificables por las grandes mayorías. A falta de relato, bolsillo lleno o bolsillo vacío se constituyen en realidades impenetrables para conexiones de sentido donde las historias pasadas, la selección de valores actuales y los proyectos más o menos utópicos en común, sean constitutivos de esa propia realidad que, para bien o para mal, se atraviesa.
No hay política sin pasado, presente y futuro. Los relatos son una condensación de estas tres dimensiones. En la lógica kirchnerista, el pasado idealizado se ubicaba en los turbulentos años setenta —que La Cámpora haya adoptado esta nominación no es obra del azar—, el presente se leía como guerra del pueblo contra el antipueblo —de ahí el carácter populista de su proyecto— y el futuro se imaginaba en virtud de una reestructuración radical del sistema político y económico que nos anclara con determinación en esa pretendidamente nueva ideología llamada socialismo del siglo XXI.
Y es que no existe partido político de cierta relevancia que carezca de estos elementos, por una razón muy simple: aquellos son constitutivos de una identidad política más o menos estable. Peronismo, radicalismo, socialismo, tienen un pasado al cual mirar, un presente que transformar y un futuro que anhelar, fácilmente identificables para cualquier espectador que algo conozca sobre ellos. Y no es una cuestión que hace simplemente a partidos tradicionales: los partidos nuevos pueden verse reflejados, de igual manera, en algún fragmento de la historia y construir sus propios anhelos utópicos. La Coalición Cívica ha sido ejemplo claro de ello, que hizo de la república el hilo conductor de su propio relato.
Partidos sin relatos, o con relatos demasiado difusos, suelen contar con bases militantes muy débiles, tanto en términos cuantitativos como cualitativos. El politólogo Angelo Panebianco distinguía dos tipos de militantes: los creyentes —cuyos incentivos de participación son ideológicos— y los arribistas —cuyos incentivos son materiales. Sin relatos que ofrezcan identidades fuertes, el grueso de la militancia deviene arribista, lo cual implica grados de fidelidad demasiado endebles y volátiles. ¿Qué identidad política pueden construir los Talleres de Entusiasmo, con módulos que tienen más de autoayuda que de política, dictados por Alejandro Rozitchner para la Escuela de Dirigentes Políticos del partido gobernante?
La verdad es que en el caso del PRO cuesta encontrar sistematizados los elementos de un relato sólido. El discurso de “sí, se puede” está agotado —pues sí, se pudo— y la idea de cambio tiene fecha de vencimiento ni bien se termine la luna de miel de la que goza todo nuevo gobierno. De hecho, ya muchos empiezan a argumentar que el discurso de la herencia no se puede sostener por mucho tiempo más.
Pero el problema de no tener un propio relato es doble, en tanto y en cuanto deja abierto un terreno de significación que puede ser llenado por el adversario. Así pues, la idea que comienza a predominar es que el pasado del PRO son los años noventa, el presente es el ajuste y el futuro, el helicóptero. No caben dudas de que mientras el macrismo no llene su propia identidad por sí mismo, otros lo harán por él.
En una palabra, lo que el nuevo Gobierno debe entender es que la gestión es muy importante, pero para hacer política aquella debe ir acompañada por relatos. En efecto, si hay algo que es indudable, eso es que el hombre está más hecho de cuentos que de cuentas.