Los que sólo se quejan

Alberto Benegas Lynch (h)

No se necesita ser muy avezado para percatarse de que el mundo está en problemas. Aparatos estatales adiposos que atropellan derechos por doquier, corrupciones alarmantes, gastos públicos enormes, impuestos descomunales, deudas gubernamentales astronómicas, desempleos vergonzosos, miserias estremecedoras, inflaciones crecientes, regulaciones asfixiantes, modales grotescos, valores morales en decadencia, marcos institucionales deteriorados y, sobre todo, pésima educación, son algunas de las características más sobresalientes de la época.

Estas muestras sólo pueden corregirse si se trasmiten principios opuestos al efecto de contar con una sociedad abierta donde prima el respeto recíproco. Hay mil maneras de contribuir: docencia, publicación de obras, ensayos y artículos, asambleas barriales, influencias sociales, reuniones sistemáticas para discutir libros que postulan las ventajas del espíritu liberal, el establecimiento de centros educacionales, cartas de lectores, distribución de textos en la vecindad, participación política en base a claros valores de la libertad y muchísimas otras maneras. Hay tarea para todos los que sepan leer y escribir. No hay excusas. De más está decir que antes de proceder debe estudiarse el tema ya que no tiene sentido difundir lo que no se sabe en qué consiste, lo cual también implica un esfuerzo que debe llevarse a cabo.

Pero aquí nos encontramos con un grave problema: la enorme mayoría de las personas que simpatizan con la sociedad abierta y se oponen a los autoritarismos se limitan a quejarse en la sobremesa y una vez finiquitada la comida se olvidan de lo dicho y se dedican a sus quehaceres y arbitrajes personales. Se expresan como si fueran otros los responsables de enderezar la situación.

En realidad todos los que están interesados en que se los respete deberían hacer algo diariamente para explicar o difundir los principios que dicen defender. De lo contrario, el fracaso está garantizado. En su libro más conocido, Ortega ilustra magníficamente el punto al escribir que “Si usted quiere aprovecharse de las ventajas de la civilización, pero no se preocupa usted por sostener la civilización… se ha fastidiado usted. En un dos por tres se queda usted sin civilización. Un descuido y cuando mira usted en derredor todo se ha volatilizado”. Por su parte, desde el lado marxista, Antonio Gramsci consignó el 11 de febrero de 1917: “Odio a los indiferentes también porque me molesta su lloriqueo de eternos inocentes. Pido cuentas a cada uno de ellos por como ha desempeñado el papel que la vida de ha dado y le da todos los días, por lo que han hecho y sobre todo por lo que no han hecho”.

Por supuesto que arremangarse y contribuir en la faena para que se entienda y acepte la necesidad de vivir en libertad no es sencillo y no está exento de costos. No pain, no gain, reza el proverbio anglosajón. Es fácil endosar el esfuerzo sobre las espaldas de otros argumentando que esos otros tienen facilidades e inclinaciones para luchar en pos de una sociedad libre. Esto es casi canallesco, puesto que nadie nace sabiendo, todos los que han logrado algo por sí se debe a esfuerzos, constancia y mucho trabajo. Es cómodo (y cobarde) replegarse en los sillones de la casa o la oficina y concentrarse en ganancias personales y dejar que otros hagan las tareas sin ver que la peor pérdida es la de la libertad. Si esto se deja correr, es posible que cuando se pretenda reaccionar sea tarde. Es ciertamente duro el entrenamiento y la gimnasia de estudiar e influir sobre el prójimo al efecto de que se entiendan las enormes ventajas del respeto recíproco, pero es lo que hay que hacer por las razones apuntadas.

En no pocas oportunidades se estima que la lesión al derecho por parte del Leviatán ha sido leve y, por ende, no amerita una reacción y se opta por mirar para otro lado, pero como ha dicho Tocqueville “Se olvida que en los detalles es donde es más peligroso esclavizar a los hombres. Por mi parte, me inclinaría a creer que la libertad es menos necesaria en las grandes cosas que en las pequeñas, sin pensar que se puede asegurar la una sin la otra”.

Si en algunos momentos excepcionales no se pudiera contribuir cotidianamente a lo sugerido, se deben destinar recursos a aquellas instituciones que congregan a personas que trabajan en pos de los referidos ideales nobles. Pero, en no pocas ocasiones, desafortunadamente se observa que empresarios irresponsables no apoyan -ni material ni moralmente- a entidades que apuntan a defender valores que no sólo son del todo compatibles con el mundo empresario sino que deja de existir la empresa donde no opera el mercado abierto para convertirse los operadores en alcahuetes del poder de turno. Creen así que salvan a sus empresas sin percibir que, en estos contextos, el flujo de fondos se lo manejan burócratas desde la sede gubernamental. Es como ha dicho Lenin: “los comerciantes que miran solo sus ganancias se pelearán por vender las cuerdas con que serán ahorcados”. 

Y reitero una vez más que lo que venimos comentando nada tiene que ver con la ideología que es la antítesis del liberalismo, puesto que alude a un esquema cerrado, terminado e inexpugnable lo cual contrasta con la apertura mental, el contexto siempre evolutivo del conocimiento, las corroboraciones en todos los casos provisorias y las posibilidades siempre presentes de la refutación.

Es que lamentablemente la naturaleza no nos provee de libertad automáticamente. La civilización no aparece por arte de magia, su elaboración y formación inexorablemente se traduce en una ruta trabajosa no exenta de tragos amargos. No es para nada una originalidad sostener que se quiere vivir en paz, cada uno dedicado a sus cosas personales y a su familia y abstenerse de invertir esfuerzos para lograr el respeto recíproco. Pero el asunto no está en el terreno de la elección: es indispensable la faena de dedicar tiempo, dinero o las dos cosas como dique de contención a las agresivas influencias que socavan los pilares de la civilización. El hartazgo de vivir en un país decadente no se resuelve simplemente mudándose de país (lo cual es del todo respetable, tal como hicieron nuestros ancestros), puesto que en el nuevo lugar de residencia tampoco funciona el endosar en otros la responsabilidad de contención frente a la avalancha de amenazas, ya que en la media en que se generalice esta actitud suicida habrá que preparar otra mudanza hasta que solo quede como reducto el mar rodeado de tiburones. Del mismo modo que no es divertido gastar en alarmas en nuestros domicilios, tampoco es entretenido ni es un pasatiempo agradable el destinar “sudor y lágrimas” para defender la sociedad abierta, es una cuestión de supervivencia.

De más está decir que el dedicarse a los asuntos personales es no solo legítimo sino absolutamente necesario pero no es suficiente, precisamente, porque si no se dedica tiempo a proteger derechos el titular se quedará sin asuntos personales ya que se los arrebatarán. Son perfectamente comprensibles y necesarias las marchas de oposición a sátrapas que usurpan derechos, constituyen un valioso apoyo logístico tras las cuales debe haber estudio y aceptación de los pilares de la sociedad abierta al efecto de tener éxito en los resultados.

En verdad, si se computaran todos los que dicen que adhieren a la libertad, la propiedad y el gobierno con poderes limitados a la protección de derechos, y cada uno hace su parte, la batalla estaría ampliamente ganada. El mundo está como está, en gran medida, debido a los apáticos, a los que esperan un milagro para que la situación se revierta en lugar de poner manos a la obra de inmediato.