Homero en la Odisea y, varios siglos más tarde, Virgilio en la Eneida nos relatan la estratagema de invadir militarmente vía el regalo del caballo de Troya, de ahí el presente griego, que no solo puede aplicarse a la situación de Grecia hoy con su colosal endeudamiento presentado como una ayuda que hunde a los griegos, sino que puede es aplicable a toda política que aparentemente beneficia, pero que en definitiva arruina, como es el caso del estatismo en general.
En esta nota quiero centrar brevemente la atención en un aspecto del antedicho estatismo. Me refiero a las falacias tejidas en torno a la política fiscal, que tratamos en los siguientes diez puntos (el decálogo tiene buena prensa), todos de una u otra manera disfrazados de presentes griegos: la inexistencia de traslación fiscal, la idea equivocada de los llamados impuestos al consumo, la relevancia de la curva de Laffer, lo destructivo de la progresividad impositiva, la mirada más atenta a los principios de nacionalidad y territorialidad, la variante del valor agregado, el verdadero federalismo fiscal, la noción contradictoria de la inversión pública, los ineludibles desajustes de la exención fiscal y el equilibrio de la caja concebido como un fin en sí mismo.
1. Los costos de producción no determinan el valor que el consumidor le atribuye al bien o al servicio a través de los precios que paga. El valor procede de la utilidad marginal. Si los costos determinaran los precios, no habría quebrantos. El empresario cobra los precios más altos que le permite la elasticidad de la demanda. Si cualquiera de sus costos se elevara, el empresario obtendrá menores ganancias o incurrirá en pérdidas, pero, ceteris paribus, no puede trasladarlos a los precios. Por ello, es falso afirmar que en verdad el incremento de impuestos (o para el caso, cualquier costo adicional) sencillamente se traslada a los precios sin que cambie la estructura de la demanda (que en el límite puede ser cero). Si, por otra parte, por ejemplo, se triplicaran los impuestos en una comunidad, los precios se elevarán, no porque hubo traslación fiscal, sino por la consecuente caída abrupta en la productividad y, por ende, al haber menor oferta, los precios suben. Cuando esto ocurre y en la medida en que sucede no debe confundirse con el espejismo de la traslación.
2. En finanzas públicas clásicas se clasifican los gravámenes en directos e indirectos. Los primeros gravan la manifestación directa de la capacidad contributiva (por ejemplo, a las ganancias), mientras que los segundos gravan la manifestación indirecta de la capacidad contributiva (por ejemplo, los gastos). Pues bien, de ello se suele concluir equivocadamente que estos últimos impuestos son al consumo, sin percibir que todos los impuestos son al patrimonio (no hay forma de que se abonen con otra cosa). Si se grava una empresa de chocolates -un bien considerado de consumo-, se concluye que ese impuesto es al consumo, sin tener en cuenta que la referida empresa se hará cargo del tributo con su patrimonio si es que hemos entendido el punto anterior respecto a la supuesta traslación.
Más aún, el contribuyente de jure, al ver reducido su patrimonio y la consecuente capacidad de inversión, hace que los salarios e ingresos en términos reales disminuyan, con lo que aparecen los contribuyentes de facto, es decir, en última instancia todos se hacen cargo de los gravámenes, muy especialmente los más débiles económicamente, puesto que por la antedicha utilidad marginal sabemos que un peso para un pobre no es lo mismo que uno para un rico (aunque no sean posibles las comparaciones intersubjetivas ni factible referir esto en números cardinales).
Además, si bien conceptualmente es del todo pertinente aludir a bienes de consumo y bienes de inversión o de capital, ni siquiera resulta posible clasificarlos en abstracto de la acción concreta, ya que las valorizaciones son subjetivas (una botella de vino será un bien de consumo si se bebe su contenido y de inversión si se la almacena). Por último en este punto, se da la paradoja de que cuando se elevan los impuestos a los bienes de consumo con la idea de preservar la inversión, se produce un cambio en la preferencia temporal, al reducirse el patrimonio para hacer frente al denominado “impuesto al consumo” y, por tanto, ¡se reduce aun más la inversión!
3. Como es sabido, la curva de Laffer se muestra en un gráfico en donde en la ordenada aparece la presión tributaria y en la abscisa la recaudación fiscal y la curva se presenta en forma de u acostada con el vértice hacia la derecha. La curva de marras muestra que al aumentar la presión fiscal se incrementa la recaudación hasta un punto en donde los aumentos adicionales revierten la situación, en el sentido de que generan menor recaudación. Esto es debido a las antes mencionadas lesiones en la estructura productiva. El asunto es que se suele sostener que la presión tributaria debe ubicarse en el óptimo fiscal, es decir, donde se obtiene la máxima recaudación con los gravámenes más altos posibles antes de la aludida reversión. Pero esta cuestión no debe ser mirada de esa manera, a saber, con criterio de voracidad fiscal, sino más bien el punto de menor recaudación posible al efecto de garantizar la protección de derechos, es decir, el punto mínimo fiscal.
4. Autores como Arthur Pigou han concluido que dada la utilidad marginal que venimos comentando y, como hemos apuntado, un peso para un pobre tiene mayor valor que uno para un rico, debe aplicarse la progresividad en el impuesto, ya que la pérdida del rico será menor que la ganancia del pobre, por lo que habrá una ventaja neta para la comunidad. Esto así considerado no se condice con el sentido mismo de la utilidad marginal que debe aplicarse al consumidor, al que no le da lo mismo asignar sus siempre escasos recursos en cualquier dirección, por lo que habrá una pérdida neta en la medida en que los tributos desfiguren sus preferencias, lo cual, adicionalmente perjudicará a los relativamente más pobres, debido al consumo de capital que implica la reasignación compulsiva de factores de producción.
Por otro lado, la progresividad altera las posiciones patrimoniales relativas, lo que no sucede con los impuestos proporcionales, situación aquella que agrava lo dicho sobre la pérdida neta. También la progresividad se traduce en regresividad, ya que, como queda dicho, la contracción en las inversiones en los contribuyentes de jure hace que los salarios se reduzcan, con lo que terminan haciéndose cargo en mayor medida los relativamente más débiles (económicamente considerados). En verdad, resulta por lo menos curioso que se mantenga que debe producirse lo más que se pueda y, al mismo tiempo, se castigue progresivamente a los que más producen.
5. A efectos de evitar la antes referida voracidad fiscal, debe abandonarse el llamado principio de nacionalidad en materia tributaria para aplicar solo el principio de territorialidad, puesto que las obligaciones de respetar derechos por parte de los Gobiernos procede dentro de su jurisdicción. No es compatible con una sociedad abierta la persecución fiscal fuera de la jurisdicción correspondiente, siguiendo los pasos del ciudadano por el orbe para incrementar la recaudación, aunque la empresa o la persona se encuentren en otras jurisdicciones nacionales.
6. Todos los impuestos podrían reducirse al de valor agregado y al impuesto territorial, ambos con alícuotas mínimas proporcionales en lugar de contar con farragosas disposiciones fiscales, donde la doble imposición es generalmente la norma y el denominado contribuyente debe recurrir a “expertos fiscales” para conocer sus obligaciones, en lugar de liberar a esos personajes para que puedan dedicarse a actividades útiles si se simplificara la legislación respectiva. El impuesto al valor agregado tiene la ventaja de que es más económico debido al sistema de impuestos a cargo e impuestos a favor que alivia los controles y puede abarcar a todo el espectro y toda la base fiscal, sin discriminaciones ni problemas con los antes aludidos impuestos al consumo y a la inversión. Por su lado, el impuesto territorial se basa en que quienes tienen propiedades en el país en cuestión pero no viven allí se hacen cargo de la parte que les corresponde debido a que el Gobierno debe velar por esas propiedades.
7. Las provincias o los estados son los que constituyen la nación en un régimen federal, por ende, son aquellos los que deben coparticipar al Gobierno central y no al revés. En ese caso, si se distribuyeran todos los gravámenes entre las provincias o estados, excepto los referidos a las relaciones exteriores y a la defensa, los incentivos operarán en el sentido de que los gobernadores locales tenderán a implantar cargas fiscales razonables a los efectos de que las personas no se muden a la provincia o al estado vecino y, por otra parte, para atraer el mayor volumen de inversiones posible. Estos incentivos, a su vez, tenderán a reducir el gasto público como consecuencia de una estructura impositiva equitativa (lo cual implica cuidado con el endeudamiento, que a la larga o a la corta es financiado con impuestos). Esto es parte fundamental del sentido de evitar los grandes riesgos de contar con un Gobierno centralizado y, en el extremo, un Gobierno universal. Desde la perspectiva liberal, esta es la única razón que justifica las fronteras: el fraccionamiento del poder.
8. También en finanzas públicas clásicas se insiste con la denominación de inversión pública, cuando en rigor constituye una contradicción en los términos. La inversión es eminentemente de carácter voluntario, no puede ser el resultado de la fuerza. Del mismo modo que carece por completo de sentido hablar de “ahorro forzoso”, como efectivamente ha intentado imponer algún Gobierno descarriado hace relativamente poco tiempo. La inversión consiste en abstención de consumo que es ahorro, cuyo destino es siempre la inversión, y se lleva a cabo porque se estima que el resultado de ese destino derivará en un valor futuro mayor que el presente. En los presupuestos nacionales los rubros deberían ser gastos corrientes y gastos en activos fijos, pero no inversiones, por las razones señaladas.
9. A igualdad en el volumen de recaudación, las exenciones fiscales significan que otros deben hacerse cargo de mayores gravámenes por la diferencia. Y si el Gobierno del caso declarara que se reducirá el gasto público en la misma proporción de las exenciones para que otros no vean incrementadas sus alícuotas, debe responderse que, entonces, deberían reducirse todas las alícuotas, pero no otorgar perdones fiscales que distorsionan los precios relativos, lo cual, a su turno, hace que algunos reglones y áreas aparezcan con rentabilidades artificiales, con lo que se asignan recursos de modo que responden a las inclinaciones políticas imperantes y no a lo que resulta económico.
10. No es infrecuente que se otorgue prioridad a tener un balance fiscal equilibrado, es decir, que no haya déficit en las cuentas públicas, sin prestar prácticamente atención al volumen del gasto público, que es lo verdaderamente relevante. Como decimos, en algunos casos parecería que se centra la atención en este problema sin atender el nivel del gasto estatal, que es la verdadera razón de la quita al fruto del trabajo ajeno. No es en modo alguno que deba subestimarse el desorden fiscal en las cuentas, se trata de enfatizar la importancia del derroche que realizan gobernantes en campos que no le competen (muchas veces financiado también con deuda pública interna y externa, tema que hemos abordado en detalle en otros trabajos, del mismo modo que lo hemos hecho respecto a la política monetaria).