No me refiero a la capacidad de hacer algo sino al dominio sobre otros. En primer lugar, como ha señalado Erich Fromm, quien ejerce el poder o quienes lo desean tienen una personalidad siempre débil, puesto que es del todo insuficiente, por lo que necesitan del sujeto dominado para completar su vacío existencial, ya que no se sienten alimentados con su ser en verdad escuálido.
Desde que James Buchanan y Gordon Tullock explicaron el public choice, ya no cabe la sandez de sostener la teoría del “servidor público” en abstracto de los intereses personales, ya que se trata de sujetos que persiguen los suyos igual que cualquier mortal, es decir, no hay acciones desinteresadas (en verdad una perogrullada, dado que se actúa porque está en interés del sujeto actuante). Es cierto, sin embargo, que en algunos casos puede estar en interés del político hacer el bien a otros, pero, como es de público conocimiento, la situación más frecuente es que se trata de individuos que buscan la foto, los favores non sanctos, cuando no, los dineros malhabidos.
Hay pigmeos mentales que toda su vida sueñan con ser ministros y equivalentes solo para satisfacer sus inclinaciones, aunque comprenden que no podrán hacer bien las cosas, puesto que no se han tomado el trabajo de abrir caminos con ideas liberales de fondo. Muchos son los que describen incendios, pero muy pocos son los que se detienen a explicar el foco del fuego y el modo de eliminarlo.
Este panorama ocurre ya se trate del derecho divino de los reyes o del derecho ilimitado de las mayorías en sistemas de democracia pervertida, tal como apunta Bertrand de Jouvenel en su monumental On Power. Its Nature and the History of its Growth. El poder en este sentido se opone al amor, tal como lo explica magníficamente León Tolstoi en The Law of Love and the Law of Violence y también Ronald V. Sampson en su The Psychology of Power, donde ilustra su idea contraponiendo en los extremos la figura de Jesús a la de Adolf Hitler.
En general los que ocupan posiciones en la estructura política son vistos con admiración por la gente, en lugar de mirarlos como sus empleados siempre con recelo, y mayor el recelo cuanto mayor el poder, según escribió Lord Acton en correspondencia con el obispo inglés Mandell Creighton, que reclamaba mayor condescendencia para quienes detentan poder, de donde surge la célebre sentencia de aquel historiador decimonónico respecto al correlato entre corrupción y poder.
Hace bastante tiempo escribí sobre lo que considero la génesis del poder en un trabajo que titulé “La radiografía del poder” -para AIPE, que lo distribuyó-, que ahora en parte reitero y que puede describirse en el contexto de seis pasos sucesivos.
En primer término, la relación hombre-mujer. No pocas son las personas que desde su más tierna infancia se acostumbran a ver en su hogar, en la relación de sus padres, una relación de fuerza. La relación macho-hembra como una cuestión de músculo. Este es un cuadro de situación en el que no prevalece la argumentación mejor, sino la amenaza de la fuerza bruta: “Esto es así porque lo digo yo”. Este espectáculo bochornoso del más primitivo salvajismo produce cierto acostumbramiento al escenario dominante-dominado.
La segunda etapa se extiende a la relación padres-hijos. Son muy frecuentes los casos en donde se imponen conductas e ideas “porque somos tus padres”, o más directamente “porque me da la gana” como toda respuesta. Casos en donde está mal visto que los hijos discutan con sus padres y cuestionen ideas y valores. No se trata de un intercambio pacífico de opiniones, sino de una relación de fuerza. Se impone, la discusión termina con manifestaciones absurdas de autoridad que se aceptan debido a las amenazas tácitas o explícitas.
La tercera etapa en esta serie de acontecimientos lamentables en los que se va creando un cierto acostumbramiento al sojuzgamiento servil se traslada al ámbito de la educación formal, en la que los Gobiernos establecen pautas, textos y sobre todo estructuras curriculares desde ministerios de educación y equivalentes. De este modo, a través de la cadena de mandos, se crea una atmósfera enrarecida en el estudiantado. Muchos terminan por resignarse y dar por sentado que la educación debe imponerse desde el vértice del poder y que de ninguna manera es fruto de arreglos contractuales entre educadores y educandos. A su vez, los profesores de escuelas y sus directivos no pueden ejecutar buena parte de sus iniciativas porque tienen la espada de Damócles: la Gestapo moderna, esto es, los inspectores de los aludidos ministerios y reparticiones gubernamentales. En este clima también es frecuente que se hagan formar a los alumnos al efecto de cantar cotidianamente marchas guerreras que son complementadas por los frecuentes regalos de padres a hijos varones de soldaditos, metralletas, misiles y otras manifestaciones de violencia, como fomentar que los adolescentes practiquen esos jueguitos virtuales donde gana el que mata más.
El cuarto capítulo se refiere a la influencia que tiene la opinión de los demás sobre el individuo, ya preparado a una conciencia colectivista y masiva. Las opiniones mayoritarias anulan el pensamiento propio de la persona acomplejada de sus propias ideas, todo esto como consecuencia de los climas que se han ido acumulando en las etapas anteriormente señaladas. La opinión dominante envuelve a las personas con baja autoestima y gran inseguridad de sus propios juicios y hace que se ahogue cualquier manifestación de su voz interior. Sofocan esta voz y la sustituyen por “el pensamiento colectivo”. Así, el hombre masificado deja de tener auténtica voz para convertirse en puro eco. En esta instancia, conviene recordar el conocido experimento por el que se le dice a un grupo de personas menos a una que se pronuncie equivocadamente sobre los tamaños relativos de bastones exhibidos en pantalla, con lo que se comprueba que en definitiva el individuo no informado del truco termina por manifestarse como lo hace el grupo, aunque el error sea evidente.
La quinta sección de este análisis frecuentemente termina en el diván del psicoanalista por parte de personas confundidas y aterradas de salirse del libreto, que propone la articulación de los discursos de los demás con lo que habitualmente intensifican su relación de dependencia. Esta vez con un profesional, que no siempre encamina las cosas hacia su debido cauce, tal como lo apunta Thomas Szasz en su obra The Myth of Mental Illness.
La última etapa (o el noveno círculo si se quiere hacer un paralelo con la figura de Dante) es la exacerbación y la adoración del poder político que se manifiesta en grado creciente en el uso y el abuso de la fuerza enquistada en instituciones contrarias a los principios básicos de una sociedad abierta. Se explicita este sexto capítulo a través de la mayor e irrefrenable politización de las relaciones sociales, relegando los acuerdos voluntarios y pacíficos a un segundo o tercer plano. El avance del Leviatán tiene así preparado el camino para el atropello a los derechos de las personas en un clima del acostumbramiento a la dependencia y a la reverencia al poder. De este modo, los individuos abandonan su condición humana para transformarse en autómatas o más precisamente en una pestilente y amorfa masa de carne que obedece ciegamente al líder, puesto que no alcanza a comprender la diferencia sideral entre la autoridad moral y la autoridad impuesta que le han enseñado a reverenciar para convertirse en aplaudidor oficial.
Es por esto último que la persona, cuando opera en el terreno político, se suele identificar como “militante”, una palabra agraviante que indebidamente se extrapola a lo civil: deriva de la cadena de mandos, de la obediencia debida y del ámbito militar, lo cual no tiene relación alguna con el mundo de la civilidad (claro que en no pocos casos se trata de mequetrefes que se limitan al coro, que pretenden decorar con saltos más o menos histéricos, que no reflejan rasgos de pensamiento alguno).
Este proceso decadente y muy maloliente, fruto del paisaje desolador descrito, solo puede revertirse en la medida en que aparezcan personas con coraje y honestidad intelectual y que se pongan de pie para defender a rajatabla sus autonomías individuales y la de su prójimo, y asuman de esta manera su condición de humanos, a saber, mostrar aprecio por lo más precioso de sus facultades: la capacidad de decidir, de elegir su destino y asumir las correspondientes responsabilidades.
Termino esta nota periodística con la mención de una parte sustancial de la tradición liberal-lockena-hayekiana en cuanto a que la legislación contraria al derecho debe ser combatida y revertida y no acatada sumisamente si se desea vivir en libertad. Al fin y al cabo, como ha dicho Benedetto Croce, la historia debe ser vista como “la hazaña de la libertad”, en cuyo contexto el costo de esa preciada libertad “es su eterna vigilancia”, tal como expresó Thomas Jefferson.