Hasta hace poco existía un tajo insalvable entre la economía y el derecho. El economista sostenía que le eran más o menos irrelevantes los marcos institucionales y el abogado mantenía que los procesos de mercado le eran ajenos. Afortunadamente, de un tiempo a esta parte, la tradición de Law & Economics ha impregnado ambas disciplinas y ha mostrado la estrecha interdependencia de estas dos áreas clave.
Ahora se hace necesario dar un paso más y mostrar la conexión de aquellos dos campos de estudio con la cultura, es decir, con los valores y los principios de una sociedad abierta en la cual el rasgo central consiste en el respeto recíproco, situación en la que están interesados todos, no importa a qué se dedique cada uno y no importa cuál es su tradición de pensamiento preferida.
Se ha señalado con razón que con sólo establecer constituciones y leyes que resguardan las vidas, las libertades y las propiedades de la gente no se resuelve el tema, puesto que, antes de eso, se requiere una educación compatible con esos objetivos. Más aún, las metas mencionadas es probable que no se lleven a la práctica si previamente no hay una cultura basada en esos valores.
Entonces, es momento de revalorizar lo que genéricamente se ha dado en denominar las humanidades, a saber, el estudio de la filosofía moral y de la naturaleza humana en el contexto de subrayar la trascendencia del cumplimiento de la palabra empeñada, de la honestidad en general, de las virtudes, del sentido del bien, del significado del progreso y demás, todo lo cual en la enseñanza clásica era presentado a través de ensayos, de obras literarias y teatrales, del estudio de culturas comparadas, de trabajos lingüísticos, hermenéuticos y epistemológicos. Estas investigaciones entrecruzadas del aprendizaje clásico preparaban a las personas para los verdaderos avatares de la vida. De allí el aforismo: “Para novedades, los clásicos”.
En cambio, parecería que hoy esas enseñanzas son recibidas como si se estuviera perdiendo el tiempo, en lugar de apreciar la verdadera dimensión del contenido, siempre acompañado con el refinamiento en las formas. Se ha dicho, con razón: “El hábito no hace al monje, pero lo ayuda mucho”. Los modales y la valorización de lo estético dan un continente que protege y estimula al contenido de excelencia.
Dicho sea al pasar, sobre los modales, siempre la argumentación debe ser cortés en las formas, aunque resulte contundente en el fondo. Los que “hablan en superlativo”, como diría Ortega, es porque cuentan con fundamentos escuálidos.
La economía, en gran medida, se ha transformado en el estudio de cosas, como si fuera algo mecánico, ajeno a la acción humana. La manía por lo cuantitativo en desmedro de lo cualitativo ha hecho estragos. El uso y el abuso de las matemáticas es uno de los rasgos de la economía llamada moderna. Wilhelm Röpke ha escrito en Más allá de la oferta y la demanda: “Cuando uno trata de leer un journal de economía en estos días, frecuentemente uno se pregunta si uno no ha tomado inadvertidamente un journal de química o hidráulica […] Los asuntos cruciales en economía son tan matemáticamente abordables como una carta de amor o la celebración de Navidad […] No sorprende la cadena de derrotas humillantes que han sufrido las profecías econométricas. Lo que sorprendente es la negativa de los derrotados a admitir la derrota”.
A su vez, el premio Nobel en economía, Ronald Coase, afirmó: “En mi juventud se decía que cuando algo es tonto para hablarlo, podía ser cantado. En la economía moderna aquello se pone en términos matemáticos” (citado por Kevin Down, en Central Bank Stress Tests: Mad, Bad and Dangerous). Hasta el estatista John Maynard Keynes sostuvo: “Una parte demasiado grande de la economía matemática reciente es una simple mixtura, tan imprecisa como los supuestos originales que la sustentan, que permiten al autor perder de vista las complejidades e interdependencias del mundo real en un laberinto de símbolos pretenciosos e inútiles” (en Teoría general…), lo cual, en este punto, coincide con lo expresado por Ludwig von Mises: “El problema de analizar el proceso, esto es, el único problema económico relevante, no permite el abordaje matemático” (en Human Action. A Treatise on Economics), conceptos que ya habían sido mencionados por J. B. Say, N. W. Senior, J .S. Mill y J. E. Cairnes.
Quienes tenemos entre nuestras tares la supervisión de tesis doctorales comprobamos que hay una marcada tendencia a preparar esas monografías con un innecesario abarrotamiento de lenguaje matemático que se piensa que se debe introducir para impresionar al jurado. Hay mucho escrito sobre la denominada economía matemática (por ejemplo, la difundida tesis doctoral en economía de Juan Carlos Cachanosky, La ciencia económica vs. la economía matemática), donde los problemas de presentar los fenómenos complejos y subjetivos de la acción humana quedan opacados con fórmulas matemáticas (entre otras cosas, agregamos que incluso lo impropio de aplicar el signo de igual, el uso desaprensivo de la función algebraica y la representación de curvas como si se tratara de variables continuas), pero el punto que hacemos en esta nota es más bien el peligro de dejar de lado las enormes ventajas del aprendizaje multidisciplinario.
Tal como ha expresado F. A. Hayek, otro premio Nobel en economía: “Nadie puede ser un gran economista si sólo se queda en la economía y estoy tentado de agregar que un economista que sólo es un economista es probable que se convierta en un estorbo, cuando no un peligro público” (en The Dilemma of Specialization). En ese contexto y en la manía de referirse a agregados económicos es que Hayek, en oportunidad de recibir la mencionada distinción, dijo: “En esta instancia, nuestra profesión tiene pocos motivos de orgullo: más bien hemos hecho un embrollo de las cosas” (en The Pretence of Knowledge).
En este sentido de los agregados económicos, me quiero referir nuevamente (ahora telegráficamente) al célebre producto bruto. Primero, es incorrecto decir que el producto bruto mide el bienestar, puesto que mucho de lo más preciado no es susceptible de cuantificarse. Segundo, si se sostiene que sólo pretende medir el bienestar material, debe hacerse la importante salvedad de que no resulta de esa manera en la media en que intervenga el aparato estatal, puesto que lo que decida producir el Gobierno (excepto seguridad y justicia, en la versión convencional) necesariamente será en un sentido distinto de lo que hubiera decidido la gente si hubiera podido elegir: nada ganamos con aumentar la producción de pirámides cuando la gente prefiere leche.
Tercero, una vez eliminada la parte gubernamental, el remanente se destinará a lo que prefiera la gente, con lo que cualquier resultado es óptimo. Cuarto, el manejo de agregados, como los del producto y la renta nacional, tiende a desdibujar el proceso económico en dos vías: hace aparecer como que producción y distribución son fenómenos independientes uno del otro y trasmite el espejismo de que hay un bulto llamado producción que el ente gubernamental debe distribuir por la fuerza (o más bien redistribuir, ya que la distribución original se realizó pacíficamente en el seno del mercado).
Quinto, las estadísticas del producto bruto tarde o temprano conducen a que se construyan ratios con otras variables como, por ejemplo, el gasto público, con lo que aparece la ficción de que crecimientos en el producto justifican crecimientos en el gasto público (lo mismo va para el défict fiscal). Y, por último, en sexto lugar, la conclusión sobre el producto es que no es para nada pertinente que los Gobiernos lleven estas estadísticas, ya que surge la tentación de planificarlas y proyectarlas como si se tratara de una empresa cuyo gerente es el gobernante. James M. Buchanan ha puntualizado: “Mientras los intercambios se mantengan abiertos y mientras no exista fuerza y fraude, entonces los acuerdos logrados son, por definición, aquellos que se clasifican como eficientes” (en Rights, Efficiency and Exchange: The Irrelevance of Transactions Costs).
Si por alguna razón el sector privado considera útil compilar las estadísticas del producto bruto, procederá en consecuencia, pero es impropio que esa tarea esté a cargo del Gobierno. Por los mismos motivos de que los Gobiernos se tienten a intervenir en el comercio internacional, Jacques Rueff mantiene: “Si tuviera que decidirlo, no dudaría en recomendar la eliminación de las estadísticas del comercio exterior debido al daño que han hecho en el pasado, el daño que siguen haciendo y, temo, que continuarán haciendo en el futuro” (en The Balance of Payments).
Cuando un gobernante se pavonea porque durante su gestión mejoraron las estadísticas de la producción de, por ejemplo, trigo, es menester inquirir qué hizo en tal sentido y si la respuesta se dirige a puntualizar las medidas que favorecieron al bien en cuestión, debe destacarse que inexorablemente las llevó a cabo a expensas de otro u otros bienes.
La escuela austríaca se ha preocupado por insistir en los peligros de concebir a la economía como mecanismos automáticos de asignación de recursos movidos por fuerzas que conducen a llamados equilibrios en el contexto de modelos de competencia perfecta, desarrollados principalmente por León Walras y sus múltiples seguidores de distintas vertientes (el propio Mark Blaug ha reconocido este error en su “Afterword”, de Appraising Economic Theories y resaltado el acierto de la escuela austríaca).
Como se ha señalado, los llamados modelos de competencia perfecta implican el supuesto del conocimiento perfecto de todos los factores relevantes, lo cual significa que no hay posibilidad de arbitrajes ni de empresarios que precisamente intentan detectar conocimientos deficientes y conjeturar posibles diferencias entre costos y precios. Por las mismas razones, tampoco en este modelo cabría la posibilidad de competencia.
En resumen, el economista no solamente debe estar imbuido de una tradición sólida de pensamiento en su propia disciplina, sino que es indispensable que se compenetre de otros andariveles culturales, como los apuntados resumidamente en esta columna periodística (y no sólo eso, sino que debe tener presente que, como ha escrito en Todo comenzó con Marx el humorista Richard Armour, la obra cumbre de Karl Marx en lugar de titularse Das Kapital debería haber sido Quitas Kapital).