La llamada “clase social” y la idea de raza

Alberto Benegas Lynch (h)

El uso de las palabras para trasmitir conceptos no es un asunto menor. Tengo dos motivos para no recurrir a la expresión “clase social”. En primer lugar, la idea clasista de manera sistematizada procede de Karl Marx (con anterioridad se utilizaba de un modo un tanto ambiguo y en direcciones distintas a las marxistas), quien sostenía que la clase proletaria tiene una estructura lógica diferente de la clase burguesa, lo cual se conoce como la teoría del polilogismo, aunque ningún marxista haya explicado nunca en qué consisten concretamente las ilaciones y los silogismos lógicos que diferencian a una de otra (sólo hay silogismos aristotélicos o, para ponerlo más contemporáneamente, los que enseña Irving Coppi en su célebre texto con muchas ediciones en todos los idiomas).

Adolf Hitler y sus sicarios, después de sus descabelladas, embrolladas y reiteradas clasificaciones con la intención de distinguir la raza aria de la judía (sin perjuicio de su confusión con lo que es una religión), adoptó la visión marxista y concluyó que se trataba de “una cuestión mental”, mientras tatuaba y rapaba a sus víctimas para diferenciarlas de sus victimarios. A lo dicho cabe enfatizar que en todos los seres humanos hay sólo cuatro posibilidades de grupos sanguíneos y que las características físicas son el resultado de la ubicación geográfica.

Esta es la primera razón para rechazar los términos “clase social” y la segunda es que considero repugnante aludir a la “clase baja”, estúpida y frívola la referencia a la “clase alta” y anodino el uso de “clase media” (para no decir nada de los galimatías de la “media alta”, la “media baja”, etcétera).

Soy consciente de que encuestadores, sociólogos y algunos integrantes de otras profesiones utilizan las referidas expresiones, pero cuando uno indaga qué quieren trasmitir, se percata de que en última instancia aluden a categorías de ingresos, por lo cual es mejor decir eso sin rodeos y malos entendidos: ingresos bajos, ingresos medios e ingresos altos.

A esta terminología peculiar se agrega la de “clase trabajadora”, que por sí sola significa la adhesión a la teoría de la explotación marxista, puesto que necesariamente se desprende que unos trabajan y otros chupan la sangre de los trabajadores, lo cual es subrayado cuando se alude a las relaciones entre el trabajo y el capital, como si fuera posible que equipos, herramientas e instalaciones pudieran pactar y negociar. En verdad se trata de distintos tipos de trabajo que se unen con propósitos de mejora.

Ya se ha dicho antes hasta el hartazgo que los salarios y las condiciones laborales en general no dependen de la voluntad ni del capricho de nadie, sino de las tasas de capitalización que marcan los ingresos en términos reales. La información es rápida, si se contrata una asistente por salarios menores a los que establece la inversión disponible, seguramente la experiencia no pasará de la hora del almuerzo, puesto que la interesada se enterará de inmediato.

Como también se ha consignado, en un mercado libre tampoco tiene nada que ver el patrimonio neto de las partes contratantes. El millonario de la comunidad, si desea pintar su casa, por definición lo debe hacer al salario de mercado, puesto que si ofrece menos, su casa queda sin pintar.

En algunas oportunidades se pretende ahondar en el asunto de las clases sociales para concluir que no sólo se trata de una cuestión de ingresos, sino de educación, de formas de ser y decir y de conductas en general. Pero este es un razonamiento circular. Por supuesto que si uno va a un colegio inglés aprenderá inglés y si uno va a uno japonés aprenderá japonés y así sucesivamente, pero esto no marca una clase de persona, puesto que todos comparten la misma naturaleza. El relativamente pobre que se gana una jugosa lotería pasa a ser rico y el rico que quiebra pasa a ser pobre, aunque eventualmente le queden los rastros de ciertos refinamientos que no han sido adquiridos por ser de una clase, sino sencillamente por haber accedido a determinada educación que cualquiera puede hacer si tiene los medios u obtiene las becas correspondientes.

Si uno se toma el trabajo de leer, aunque más no sea algo de lo escrito sobre clases sociales, verá incluso que hay quienes sienten que pierden su identidad si no pertenecen a una clase establecida por la literatura convencional, sin duda anémicos de autoestima y sentido de dignidad.

Tal como apuntamos, debido al estrecho parentesco entre el análisis clasista y el racismo y que esto último a su vez se lo ha vinculado al antisemitismo (aunque, como dijimos, se trata de una religión), reitero lo escrito antes sobre la materia, lo cual para nada suscribe el inaceptable salto lógico de sostener que los que usan la expresión “clase social” tienen ribetes judeofóbicos. Se trata de evitar, a veces, algunas trampas subterráneas que conducen a lugares oscuros o cuando menos pastosos a los que no se quiere ir.

Después de todas las atrocidades criminales que han ocurrido en el mundo perpetradas contra los judíos, todavía existe ese perjuicio bárbaro que se conoce como antisemitismo, aunque, como bien señala Gustavo Perednik, es más preciso denominarlo judeofobia, puesto que esa otra denominación inventada por Wilhelm Marr alude al así llamado “semita” en un panfleto de 1879 que no ilustra la naturaleza de la tropelía.

Spencer Wells, el biólogo molecular de Stanford y Oxford, ha escrito: “El término ‘raza’ no tiene ningún significado”. En verdad constituye un estereotipo. Tal como explica Wells en su obra más reciente, The Journey of Man. A Genetic Odyssey, todos provenimos de África y los rasgos físicos, como queda dicho, se fueron formando a través de las generaciones según las características geográficas y climatológicas en las que las personas han residido. Por eso, como también he escrito en otra ocasión, no tiene sentido aludir a los negros norteamericanos como afroamericanos, puesto que eso no los distingue del resto de los mortales estadounidenses, para el caso, el que estas líneas escribe es afroargentino.

La torpeza de referirse a la “comunidad de sangre”, como también hemos apuntado más arriba, pasa por alto el hecho de que los mismos cuatro grupos sanguíneos que existen en todos los seres humanos están distribuidos en las personas con los rasgos físicos más variados. Todos somos mestizos en el sentido de que provenimos de las combinaciones más variadas y todos provenimos de las situaciones más primitivas y miserables. Charles Darwin y Theodosius Dobzhansky —el padre de la genética moderna— sostienen que aparecen tantas clasificaciones de ese concepto ambiguo y contradictorio de raza como clasificadores hay.

El sacerdote católico Edward Flannery exhibe, en su obra publicada en dos tomos, titulada Veintitrés siglos de antisemitismo, los tremendos suplicios que altos representantes de la Iglesia Católica les han inferido a los judíos. Entre otras muchas crueldades, les prohibían trabajar en cualquier actividad que no fuera el préstamo de dinero y, mientras los catalogaban de “usureros”, utilizaban su dinero para construir catedrales. Debemos celebrar entusiastamente el espíritu ecuménico y los pedidos de perdón de Juan Pablo II en nombre de la Iglesia, entre los que figura, en primer término, el dirigido a los judíos, por el maltrato físico y moral recibido durante largo tiempo.

Paul Johnson, en su Historia de los judíos, señala: “Ciertamente, en Europa los judíos representaron un papel importante en la era del oscurantismo […]. En muchos aspectos, los judíos fueron el único nexo real entre las ciudades de la antigüedad romana y las nacientes comunas urbanas de principios de la Edad Media […]. La antigua religión israelita siempre había dado un fuerte impulso al trabajo esforzado […]. Exigía que los aptos y los capaces se mostrasen industriosos y fecundos, entre otras cosas, porque así podían afrontar sus obligaciones filantrópicas. El enfoque intelectual se orientaba en la misma dirección”. Todos los logros de los judíos en las más diversas esferas han producido y siguen produciendo envidia y rencor entre sujetos acomplejados y taimados.

Por otro lado, los fanáticos no pueden digerir aquello del pueblo elegido y arrojan dardos absurdos, como cuando sostienen que el pueblo judío crucificó a Cristo, sin percatarse de, por otro lado, que fueron tribunales romanos los que lo condenaron y soldados romanos los que ejecutaron la sentencia. De todas maneras, una de las primeras manifestaciones de una democracia tramposa en la que por mayoría se decidió la aniquilación del derecho, se puso de manifiesto en la respuesta perversa a la célebre pregunta sobre si se soltaba a Barrabás o a Cristo. Además, en modo alguno puede permitirse la imbecilidad de atribuir culpas colectivas y hereditarias y no permite eludir la responsabilidad a quien pretendió lavarse las manos por semejante crimen.

Personalmente, como ser humano y como católico, me ofenden hasta las chanzas sobre judíos y me resulta deleznable toda manifestación directa o encubierta contra “nuestros hermanos mayores”. La canallada llega a su pico cuando quien tira las piedras pretende esconder la mano con subterfugios de una felonía digna de mejor causa. Buena parte de mis mejores profesores han sido de origen judío o judíos practicantes a quienes aprovecho esta ocasión para rendirles un sentido homenaje de agradecimiento.

Entonces, en no pocos casos, aunque como hemos apuntado no se siga lo uno de lo otro, debido al antedicho parentesco entre la noción de clase social del marxismo y raza del nacional-socialismo, en ocasiones se produce un deslizamiento implícito, a veces involuntario e inocente, que debe evitarse a toda costa, además de lo impropio e inconducente de la primera expresión y lo peligroso e inexacto de la segunda.