Como es sabido y está en todos lados registrado, la historia en territorio sudafricano comienza hace más de cien mil años y se divide en el período precolonial, colonial, poscolonial, era del apartheid y, finalmente, pos-apartheid.
Los primeros visitantes extranjeros a la zona fueron los portugueses Bartolomeu Dias, en 1488 y, en 1497, Vasco da Gama. Luego, lo hizo el holandés Jan van Riebeek, en 1652 y un grupo numeroso de ingleses, en 1795.
A partir del descubrimiento de oro y diamantes durante el período decimonónico, esa región comenzó a mudar de las faenas agrarias a las industriales, en el contexto de luchas encarnizadas entre la dominación holandesa y la inglesa que culminaron en las guerras Bóer, entre 1899 y 1902 y que en gran medida sustituyeron las feroces batallas y las consiguientes matanzas entre tribus nativas. En aquellas guerras triunfó el Imperio inglés, de donde surge la unión sudafricana en 1909. Mucho más adelante, por un referendo de 1961, se decidió la independencia y el establecimiento de la república. Ya en 1934 se había proclamado un así llamado self-government, en cuyo contexto dominó la situación el nacionalismo local, de 1948 a 1994 y el más crudo apartheid (llamado “separateness”, un espantosamente violento sistema opresivo a favor de la casta gobernante y sus amigos, que acentuaron muchos de los aspectos repulsivos de la era colonial y precolonial).
En este último año se concretó el sufragio universal y asumió Nelson Mandela, con un gobierno de coalición y unidad nacional al efecto de eliminar el apartheid, ya terminada la ingerencia de la Unión Soviética, debido a su colapso sellado con el derrumbe del Muro de la Vergüenza.
Si bien la expresión apartheid se comenzó a utilizar a partir de la década del cuarenta del siglo XIX, la discriminación por el color de piel comenzó de facto mucho antes. El apartheid fue la segregación de jure. En todo caso, esta espantosa situación significaba el apartamiento legal de los negros del derecho a trabajar en ciertos lugares, la obligación de vivir en barrios asignados, la imposibilidad de casamiento con blancos y de mantener relaciones sexuales entre colores diversos de piel, “que significan inmoralidades e indecencias” (!). Colegios separados, medios de transporte segregados y, en general, la conculcación de los derechos individuales y restricciones de la mayoría nativa, incluyendo el debido proceso. En otras palabras, lo opuesto a los valores de una sociedad abierta.
Hay dos obras que a mi juicio resultan las más esclarecedoras respecto a Sudáfrica, que son South Africa’s War against Capitalism, de Walter E. Williams y The Economics of The Colour Bar, de W. H. Hutt. En el primer libro, el autor subraya que la referida discriminación se basa en puro racismo, que siempre descansa en la atrabiliaria idea de la superioridad en la naturaleza de unas personas sobre otras, sustentada en la completamente falsa noción de diferencias de naturaleza biológica (más abajo volveremos sobre la noción equivocada de raza).
Esto no es patrimonio de los sudafricanos; por ejemplo, el profesor de educación de la Universidad de Yale, Charles Duram, y el historiador estadounidense Edgar Brookes le escribían los discursos apoyando el segregacionismo al primer ministro sudafricano James Hertzog.
Por otra parte, también escribe Williams que los profesores de la Universidad de Cape Town Bronislaw Malinowski y Alfred Radcliffe-Brown argumentaban lo que estimaban un peligro de permitir que los nativos tomaran contacto con la sociedad occidental, por lo que concluían la necesidad de mantenerlos separados, tal como insistió Charles Bourquín: “La segregación disminuye la tensión racial”. Claro está, ha sido demostrado una y mil veces que lo contrario es la verdad (además de la lesión a los derechos de las partes interesadas).
También el primer ministro sudafricano Jan C. Smuts decía que permitir la unión de blancos y gente de color “en lugar de hacer que se eleven los negros, degradarán a los blancos”. Y hasta el “educador” sudafricano John Cecil Rhodes sostenía: “El propósito de Dios fue hacer de los anglosajones la raza predominante”.
Por otro lado, Alfred Milner, comisionado de Sudáfrica, comenzó en 1904 a justificar la proscripción de los procesos electorales de “los incivilizados, sean estos del color de piel que fueran”, fundamentación que luego condujo a acalorados debates en ese país. Este tipo de propuesta ha calado en distintas partes del mundo en diversas épocas, debido a la preocupación del futuro de la democracia, que a veces aludía a cierto nivel patrimonial para poder acceder al antedicho escrutinio. Sin embargo, está visto que completar doctorados no asegura la adhesión a los principios de la sociedad libre, lo cual también ocurre con personas de gran patrimonio (aun suponiendo que lo haya adquirido legítimamente).
Williams le atribuye gran relevancia a que el inicio del desmoronamiento del inaceptable apartheid comenzara con trabajos intelectuales al iniciarse los años ochenta y fuera ejecutado en forma más acabada el 31 de enero de 1986, con el discurso ante el Parlamento del presidente Pier W. Botha, al decir: “Creemos que la dignidad humana, la vida, la libertad y la propiedad de todos debe ser protegida, independientemente del color, la raza o la religión”.
Pero hay dos puntos que son los centrales en el libro que comentamos. En primer término, el gravísimo dislate de asimilar durante décadas el apartheid con el capitalismo, cuando en realidad es su antónimo. Así, por ejemplo, el obispo Desmond Tutu, el premio Nobel de Sudáfrica de enorme predicamento, escribió en Frontline, en el número de septiembre de 1980: “De entrada debo decir que soy anticapitalista […] lo aborrezco debido a que estimo es un orden económico esencialmente de explotación […] Lo que he visto en mis 48 años en todo el mundo me ha convencido de que ninguna dosis de cirugía plástica puede alterar su básicamente cara fea”.
En esta misma línea argumental, Raymund Sutter, el conocido activista anti-apartheid, consignó en Business Day, el 22 de agosto de 1985: “Cualquier programa que pretenda terminar con la opresión racial en Sudáfrica debe ser anticapitalista”. Y Winnie Mandela dijo a Pravda, el 14 de febrero de 1986: “La Unión Soviética es la antorcha de todos nuestros anhelos y aspiraciones. En la Unión Soviética el poder genuino del pueblo ha transformado los sueños en realidad”.
Concluye Williams, con acopio de documentaciones, que todas las medidas fiscales, del sector externo y de los laborales del anti-apartheid apuntaban a profundizar en grado sumo el intervencionismo y el estatismo de los Gobiernos segregacionistas. Enfatiza en que, en el terreno laboral, las legislaciones sobre salarios mínimos naturalmente barrían del mercado a los menos eficientes, al efecto de proteger el trabajo de los blancos respecto a los que se hubieran ofrecido por salarios más bajos para realizar las faenas marginales.
Este último punto lo desarrolla extensamente Hutt en su obra mencionada más arriba para concluir que el mercado no distingue color de piel ni religión: “Es ciego ante las diferencias personales”. Lo que pretenden los consumidores es la mejor calidad al menor precio: “La ética del mercado libre es que le niega al Estado el poder de discriminar”. En este contexto la sociedad abierta es consustancial a la igualdad ante la ley.
Lo dicho sobre el apartheid va para Nelson Mandela, quien en su autobiografía apunta: “Adquirí las obras completas de Marx, Engels, Lenin, Stalin y Mao Tse-tung […] me sentí muy estimulado por el Manifiesto Comunista, El Capital me dejó exhausto. No obstante, me sentí fuertemente atraído por la idea de una sociedad sin clases, que a mi parecer era un concepto similar al de la cultura tradicional africana, en que la vida es comunal y compartida. Suscribía el dictado básico de Marx, que tiene la simplicidad y la generosidad de una regla de oro: ‘De cada cual según su capacidad, a cada cual según sus necesidades’ […] Descubrí que los nacionalistas y los comunistas africanos tenían, en términos generales, muchas cosas en común”.
Los veintisiete años en prisión de Mandela no modificaron sus ideas básicas (lo cual surge en su autobiografía, ya liberado con motivo de su visita a París a François Mitterrand y su extremista mujer Danielle), aunque su obsesión seguía siendo finiquitar los vestigios de segregación aún vigentes, lo cual logró en pasos muy significativos durante su mandato, cuando mitigó su estatismo con algo de keynesianismo a raíz de sus conciliaciones para gobernar. Así, escribe que su plataforma electoral ponía en primer plano “el Programa para la Reconstrucción y Desarrollo, en que se exponía nuestro plan de creación de puestos de trabajo a través de las obras públicas”. Como es sabido, la obra pública “para la creación de puestos de trabajo” sólo reasigna factores de producción desde las áreas que reclama el mercado a las impuestas por burócratas, con lo que se consume capital y se reducen salarios.
Esa obsesión por integrar blancos y negros es indudablemente el mérito de Mandela, más allá de sus ideas en otros campos, por lo que fue muy merecido su premio Nobel de la Paz, nada menos que junto a Frederik de Klerk, con quien venía en negaciones desde hacía algún tiempo.
Por último, para cerrar esta nota reitero el tema de la raza, que, en gran medida, estaba presente en ambos bandos, enfrentados por el apartheid. Adolf Hitler y sus sicarios, después de sus descabelladas, embrolladas y reiteradas clasificaciones con la intención de distinguir “la raza” aria de la judía (sin perjuicio de su confusión con lo que es una religión), adoptaron la visión marxista y concluyeron que se trataba de “una cuestión mental”, mientras tatuaban y rapaban a sus víctimas para diferenciarlas de sus victimarios. A lo dicho cabe enfatizar que en todos los seres humanos hay sólo cuatro posibilidades de grupos sanguíneos y que las características físicas son el resultado de la ubicación geográfica.
Spencer Wells, el biólogo molecular de Stanford y Oxford, ha escrito: “El término raza no tiene ningún significado”. En verdad, constituye un estereotipo. Tal como explica Wells en su obra más reciente (The Journey of Man. A Genetic Odyssey), todos provenimos de África y los rasgos físicos, como queda dicho, se fueron formando a través de las generaciones, según las características climatológicas en las que las personas han estado ubicadas, lo cual también ha sido expresado por Charles Darwin y Theodosius Dobzhansky.