Alto contenido demagógico en la propuesta de expulsar extranjeros

Alberto Medina Méndez

Un reciente anuncio oficial cargado de alto contenido demagógico propone expulsar con celeridad a los extranjeros que cometan delitos.

Promete ser el nuevo ícono del nacionalismo doméstico, ese que tantos defienden, desde diversos extremos ideológicos. Es increíble que un país que ha sido poblado mayoritariamente por inmigrantes, tenga hoy la osadía de aborrecer a quienes han elegido este lugar para construir el futuro de los suyos.

Es difícil comprender tanto odio, rencor y resentimiento hacia aquellos cuyo único pecado ha sido nacer en ciudades diferentes a las propias. La calidad de un ser humano, su hombría de bien, sus valores, no dependen de modo alguno del ámbito geográfico en el que ha dado sus primeros pasos.

La despreciable actitud de los que clasifican a los individuos según su lugar de nacimiento, muestra una forma de concebir el mundo. Se puede y debe repudiar el delito, la apropiación de lo ajeno, el ataque a la libertad o a la vida y la integridad física. Pero encasillar a la gente según su nacionalidad, es un síntoma de la creciente degradación moral de una sociedad.

Lo más patético frente a esta cuestión es la hipócrita postura de esos que alientan la deportación de extranjeros frente a delitos no probados, con sumarios abreviados sin garantías procesales indispensables.

Aunque no lo reconozcan, cuando se refieren a “los extranjeros”, sólo piensan en bolivianos, paraguayos, uruguayos, peruanos o brasileños. Es que no sólo rechazan al forastero, sino que tienen una carga discriminatoria adicional, que mezcla cuestiones étnicas, raciales y prejuicios sociales, una letal combinación de fobias imposibles de justificar con seriedad y sensatez.

Sus “extranjeros” no son daneses, australianos, canadienses, japoneses o franceses. No lo admitirían, pero el extranjero al que se refieren pertenece a una casta inferior, un subhumano. Es lo que creen, pero ni siquiera tienen el coraje de defender su verdadera posición, mostrando entonces otro de sus detestables costados, el de la deshonestidad intelectual.

No son capaces de defender sus ideas con valentía. Saben que el odio no es un valor sustentable y entonces disfrazan su visión xenófoba detrás de razonamientos elaborados que pretenden presentar con suma inteligencia.

Dicen que la sociedad no debería solventar los cuantiosos costos carcelarios que se derivan de enviar a prisión a los extranjeros que delinquen, justificando así la deportación como una solución ingeniosa. Resulta bastante extraño que les incomoden esas erogaciones pero no tengan la misma vehemencia a la hora de repudiar la corrupción estructural de sus compatriotas, al punto de apoyar a esos indecentes dirigentes en las urnas.

Ni siquiera desde lo pragmático resulta razonable apoyar semejante dislate. Si una persona comete un crimen debe responder por ello y eso implica que luego del proceso judicial que lo condene con las pruebas suficientes, es necesario que cumpla con las penas establecidas. Desterrarlo por ser extranjero en un procedimiento reducido, en definitiva bajo un proceso inadecuado, es deambular entre dos riesgosas situaciones. Una, la injusta inculpación anticipada; otra, el “premiar” la criminalidad con una expulsión que evita que cumpla una pena por sus fechorías.

Las fronteras son sólo un invento del hombre, absolutamente artificial y discrecional, que transita a contramano de la naturaleza. Los individuos viven en ciudades, por eso son ciudadanos. Habitan territorios delimitados por la lógica que propone el devenir espontaneo de sus comunidades.

La creación de las naciones, y su producto derivado más exacerbado, el de ese nacionalismo patriotero, le han hecho un escaso favor a la conformación de sociedades pacificas, constructivas y armónicas. Sólo han logrado hasta ahora promover enfrentamientos, guerras, divisiones y resentimientos.

La incoherencia es una de las claves de este asunto. Algunos que dicen defender libertades, son los primeros en pretender diferencias jurídicas entre los nativos locales y los foráneos, apoyando leyes como éstas. Del otro lado, los supuestos “progres”, esos que dicen resguardar los derechos humanos, son los que luego piden normas proteccionistas para la industria nacional atacando a todo lo que provenga de afuera.

Es evidentemente que son demasiados los que tienen un gran desorden de ideas. Sus inconsistencias son muchas y sus argumentos se acomodan según sus sentimientos y no en función de una visión racional y equilibrada.

A la incoherencia se le suma una constante hipocresía en esto de justificar posiciones. A estos personajes los mueven pasiones, los moviliza ese conjunto de abominaciones viscerales y, desde una mirada emocional, construyen ciertas tesis sólo para disimular. Saben que el odio no puede ser exhibido como algo positivo y entonces tratan de intelectualizar premisas para no quedar tan descolocados.

La xenofobia es un sentimiento detestable. Los que odian a los extranjeros no lo reconocen con sinceridad e intentan camuflar sus ruines sensaciones. Ellos saben de su indigna conducta, pero la misma debe ser considerada solo como una renovada versión de la más absoluta hipocresía e inconsistencia del pensamiento contemporáneo.