El gobierno de Nicolás Maduro atraviesa el peor momento político desde que comenzó su gobierno. A menos de un año del ajustado triunfo que obtuvo sobre Henrique Capriles Radonski (50,66% contra 49,07%), enfrenta una crisis política, económica y social de grandes dimensiones. Con una inflación anual del 60%, escasez de productos y una proliferación de delitos violentos, ahora debe enfrentarse a grupos estudiantiles y de oposición que están decididos a darle batalla “dentro de la Constitución pero en la calle”.
Las últimas semanas fueron de violencia creciente en Caracas y otras localidades del interior del país. El motivo de movilización fue inicialmente la grave crisis de inseguridad por la que atraviesa Venezuela (25.000 muertes violentas el año pasado) pero luego se sumaron otros pedidos. La dificultad para ver canalizados sus reclamos por otros medios impulsaron a los venezolanos a salir a la calle. De la construcción de estas barreras se ha ocupado con dedicación el chavismo por casi 15 años. Ha ido cooptado todas las instituciones de la república para ponerlas al servicio de sus intereses facciosos. Dio también un combate directo y feroz contra los medios de comunicación independientes hasta sojuzgarlos y circunscribirlos a algunos diarios (hoy también presos de la restricción de los dólares necesarios para la importación de papel) y a canales de radio y televisión sin difusión nacional.
Los recientes acontecimientos pusieron en stand by las rencillas al interior de la oposición. Agrupados bajo la Mesa de Unidad Democrática (MUD), conviven allí un grupo más moderado y paciente, representado por el actual gobernador de Miranda y ex candidato presidencial Henrique Capriles, y otro sector más activo en el reclamo bajo el liderazgo de la diputada María Corina Machado y de Leopoldo López. Ambos sectores, sin embargo, se han pronunciado en reclamo por la violencia ejercida desde el Poder Ejecutivo y se han puesto a la vanguardia del repudio a la detención de López y la amenaza que pesa sobre otros dirigentes y militantes de la oposición.
Es difícil que el gobierno de Maduro pueda culpar con fundamentos a la oposición por los hechos de violencia. Con un “staff” conformado por paramilitares, colectivos (unidades de extremistas al servicio del chavismo), el Servicio Bolivariano de Información (Sebin), una milicia con 120.000 voluntarios en sus filas y un léxico militar y de combate permanentes, la violencia política es parte constitutiva del régimen. De los recientes hechos, hay suficiente evidencia audiovisual que muestra la responsabilidad de agentes de la Guardia Nacional, entre otras fuerzas estatales, por los disparos contra jóvenes manifestantes que provocaron los muertos y heridos que hoy todos lamentamos.
La reciente detención (sin pruebas) y el traslado a la cárcel militar de Ramo Verde del dirigente Leopoldo López es un eslabón más de la cadena de hostigamientos a dirigentes de la oposición. Vale recordar que, con el aval de la Contraloría General de la República y del Tribunal Supremo de Justicia (ambos organismos controlados por el oficialismo), Hugo Chávez logró prohibirle a López presentarse a elecciones por un período de sies años. Este caso fue analizado en su momento por la Corte Interamericana de Derechos Humanos la cual, por unanimidad, se pronunció a favor del coordinador de Voluntad Popular. Ahora se lo acusa de ser responsable por las muertes ocurridas durante las protestas del 12 de febrero. Es paradójico ya que Maduro destituyó por ello al jefe del Sebin en una suerte de silencioso reconocimiento de su responsabilidad por lo acontecido.
La grave situación de Venezuela nos interpela a todos. Está la opción de ampararse en la “no injerencia en asuntos internos” para de ese modo avalar a un gobierno que, tal vez, tenga legitimidad de origen (ganó las elecciones por estrecho margen, denuncias de fraude y con un nivel de hostigamiento altísimo hacia la oposición) pero que sin dudas adolece de legitimidad en el ejercicio de su función, puesto que tanto Maduro como su antecesor en el cargo Hugo Chávez han violado el espíritu de las leyes y de la constitución reformada por el propio chavismo. También es probable que políticos e intelectuales se escuden en la versión romántica del líder carismático ahora convertido en mito, como durante tantos años han hecho (y algunos siguen haciendo) con el dictador cubano Fidel Castro, para así desconocer lo que realmente sucede. En este caso, lo más grave pasa por la forma en que se desentienden de la situación los organismos interestatales latinoamericanos, como la Unasur o la Celac, que deberían aprovechar estas circunstancias para desmentir a aquellos que pensamos que usualmente funcionan solamente como ámbito de turismo político y regodeo discursivo.
Es preocupante también la reacción, esperable por cierto, del gobierno argentino ante esta situación. El canciller Héctor Timerman se ocupó, con verborragia e imprudencia, de interpretar que hay poderes que no quieren que siga habiendo democracia en la región. No hace falta buscar conspiradores orientados por la CIA, las dificultades por las que atraviesan diariamente los venezolanos son motivos más que suficientes para comprender sus protestas. La presidente Cristina a su vez le pidió a quienes se oponen pacíficamente en las calles que esperen el próximo turno electivo; incompleta es la concepción que Cristina Kirchner tiene sobre la democracia, de no ser así, estaría también solicitándole a Nicolás Maduro que respete la libertad de prensa, no encarcele opositores por el sólo hecho de expresarse, no reprima manifestaciones pacíficas y respete a las autoridades locales, electas también por el pueblo venezolano, sin horadarle sus atribuciones con nombramientos fraudulentos, entre otras graves irregularidades que a la luz del día nos muestra la “democracia” venezolana.