Las dificultades que hoy enfrenta la acción policial en el Conurbano Bonaerense posee, sin dudas, un componente cuantitativo. Si bien no existen datos oficiales publicados, podemos estimar que la cantidad de efectivos en los 24 municipios del primer y segundo cordón se ubicaría en una tasa promedio de 220 policías cada 100 mil habitantes.
El cálculo contempla la suma de los policías bonaerenses (descartando el personal con funciones administrativas) y los efectivos de la Gendarmería Nacional movilizados en el marco del Plan Centinela.
Desde una perspectiva internacional, la tasa de los municipios del conurbano se encuentra por debajo del mínimo sugerido por la ONU (289 policías c/100 mil hab.); bastante lejos del promedio de Alemania, Francia y el Reino Unido; apenas arriba de algunos países del Commonwealth como Canadá y Nueva Zelanda; y algo por encima del promedio de los países nórdicos (Finlandia, Noruega y Dinamarca).
Europa exhibe una tasa media de 319,3 policías cada 100 mil habitantes. Entre los estados más policializados de la eurozona aparecen España (524,6), Turquía (499,9), Italia (457,8) y Portugal (438,4). Le sigue una franja intermedia en la cual se ubican Francia (326,7), Alemania (294,9) y el Reino Unido (268,6). Finalmente, encontramos la presencia policial menos intensa en los países nórdicos: Dinamarca (200,3); Noruega (158,2) y Finlandia (152,2).
Ahora bien, si comparamos la cantidad de policías con las estadísticas criminales, vemos que la relación no es para nada lineal. Por ejemplo, Turquía es el cuarto país con mayor cantidad de policías y el primero en homicidios (3,2). Noruega es, al mismo tiempo, uno de los países con menor cantidad de agentes y de asesinatos. Sin embargo, su vecino Finlandia, con igual escasez de policías, registra una tasa de homicidios de 2,1, la cual duplica, en promedio, a países como Francia (1,0), Italia (0,9), Reino Unido (1,2) y Alemania (0,8).
Algo similar ocurre con los delitos totales. Si tomamos las denuncias ante las autoridades estatales, Rumania y Polonia parecen tener un nivel relativamente escaso de actividad delictiva, y al mismo tiempo, un grado de presencia policial medio-bajo.
El dato de color es Montenegro. Allí, la tasa de policías es por lejos la más alta de Europa: 818,4 cada 100 mil habitantes, diez veces más que en Hungría, el país con la tasa más baja. Aún con semejante presencia policial, es sabido que esta porción de la ex Yugoslavia se convirtió en un terreno de operaciones muy requerido por las mafias de Europa del Este. Algunas sustancias ilegales que llegan a Europa desde Afganistán pasan por territorio montenegrino, y en los años noventa, la economía de Montenegro logró subsistir en buena medida a causa del tráfico ilegal de cigarrillos.
El heterogéneo mosaico europeo nos enseña que la inyección de presencia policial, por sí sola, no alcanza para reducir los homicidios, desarticular el crimen organizado y empujar hacia abajo la actividad delictiva.
Así, mientras Buenos Aires evalúa las alternativas para incrementar la cantidad de uniformados, es bueno refrescar que la información más sólida abona la idea de que el número de policías es sólo una porción del problema.
Antes que en la fría cantidad, es en la calidad del servicio policial donde se juega la seguridad de los bonaerenses. Al menos por dos motivos. Primero, porque disponemos de evidencia suficiente para sostener que los estados con buenas policías de investigación resultan ser mejores para prevenir el incremento del delito. Esto tiene una clara explicación.
Desarticular una organización criminal elimina todo un universo completo de actos delictivos encadenados. Al contrario, apresar en la vía pública al último eslabón de la cadena criminal (como ocurre, por ejemplo, cuando un policía de calle detiene in fraganti a un ladrón de autos) hace que el crimen organizado luzca como el monstruo griego de la Hidra: cada cabeza que le cortan, da nacimiento a otras dos.
Segundo, porque la experiencia internacional también demuestra que los modelos de policía comunitaria tienen buen impacto sobre la sensación de inseguridad. Ese modelo promueve que los agentes policiales estén cerca del ciudadano, brinden explicaciones precisas pero amables sobre sus acciones, y traten a todos por igual, evitando el abuso, la discriminación, y sobre todo, la connivencia con el delito.
Sin restar importancia al problema de la cantidad, la política policial debería ocuparse de mejorar las capacidades investigativas y de reformar a la policía de calle en favor de una orientación comunitaria. Al final y al cabo, además de ser muchos, sería deseable que nuestros policías también sean mejores.