El 25 de noviembre es el día que la Asamblea General de Naciones Unidas eligió para recordar que las mujeres de todo el mundo padecen numerosas formas de violencia, los 365 días del año, las 24 horas del día. En la Argentina, este mes emblemático para la lucha contra la violencia de género finaliza con al menos 200 femicidios acumulados en lo que va del año y cerca de 1.500 en el período 2008–2013.
Empujado por la militancia feminista, la violencia contra las mujeres dejó de ser un tema relegado a la esfera del ámbito privado para convertirse en un problema público, es decir, con legitimidad suficiente como para convertirse en objeto de políticas públicas.
Sin embargo, a pesar de los notables avances legales en materia de igualdad, la cultura todavía arrastra prejuicios y clichés sobre el “rol de las mujeres”. Tanto las leyes como las políticas tienen un impacto en la realidad que termina acolchonado por barreras culturales que no sólo están presentes en la sociedad sino también en las propias agencias del Estado.
La asimetría de poder entre hombres y mujeres se expresa en todos los ámbitos de la vida social. En el área específica de las políticas de seguridad vemos que el debate se presenta muchas veces bajo formatos masculinizantes, pero ni todos los hombres ni todas las mujeres sufren de la misma forma los mismos delitos.
Las estadísticas comparadas muestran que en América Latina existen ciertos patrones de victimización que son similares. Por ejemplo, la violencia callejera afecta en mayor proporción a los hombres mientras que la violencia en el ámbito doméstico y las agresiones de carácter sexual afectan mucho más a las mujeres. A pesar de este dato, el relato dominante sobre la inseguridad presenta a la calle como un lugar mucho más peligroso que el hogar.
La relación entre víctimas y victimarios también difiere según el género. Mientras que la mayor parte de los hombres víctimas de homicidio son asesinados por otros hombres desconocidos, las mujeres suelen ser asesinadas por hombres que conocen, como ex parejas o integrantes del entorno familiar.
No sólo la faz objetiva da cuenta de la inequidad. También la subjetiva. El miedo a ser víctima de un delito se expresa distinto según el género. Por ejemplo, entre los delitos que las mujeres más dicen temer aparece el miedo a ser objeto de expresiones verbales y gestos obscenos no deseados, particularmente de gritos que las avergüenzan en lugares públicos, así como de delitos de carácter sexual, desde contactos físicos contrarios a su voluntad en medios de transporte hasta agresiones más graves como el abuso sexual o la violación.
Una política de seguridad con enfoque de género debería planificar sus intervenciones a partir de esta realidad. Las Comisarías de la Mujer y la Familia de la policía bonaerense y las fiscalías especializadas en género representan sin dudas un avance significativo. Sin embargo, no alcanza con que 66 de las más de 700 dependencias policiales de la PBA y apenas un puñado de oficinas judiciales se especialicen en el tema mientras las mujeres sigan siendo revictimizadas cada vez que caen en los interminables laberintos del sistema penal.
La mirada de género nos obliga a tener una estrategia reformista para que los agentes policiales y judiciales eliminen progresivamente los bloqueos culturales que les impiden encuadrar la violencia contra las mujeres como un delito sobre el que tienen la obligación de intervenir y no como un episodio de “incompatibilidad de caracteres” en el “vínculo conyugal”.
Otro aspecto relevante es la mejora de la articulación entre las agencias penales y todo el resto de la oferta de políticas estatales en materia de género. Comparados con otras áreas, la policía y la justicia penal parecen caminar algunos pasos por detrás en la incorporación del enfoque.
Esto se torna especialmente relevante en un marco de descentralización policial como el que se debate en la Provincia de Buenos Aires. Es muy común que una situación familiar violenta ingrese por primera vez al circuito estatal a través de la vía policial. Si pretendemos policías “de proximidad”, es necesario generar las herramientas para que los agentes administren correctamente esa situación de violencia a la que están “próximos”, sin quitarse el problema de encima ni entablar una solidaridad implícita con el agresor.
En suma, la violencia contra las mujeres no consiste en la simple acumulación de hechos aislados. Es la reacción de una cultura machista que traduce su impotencia en actos criminales. Parte de la responsabilidad del Estado es poner a punto su dispositivo penal para que pueda administrar la conflictividad social con mirada de género.