El 14 de agosto participé de la cena por los cuatro años de la “Asociación de Abogados por la Justicia y la Concordia”. Allí habló Ricardo López Murphy, a quien aplaudí por el coraje cívico de razonar contracorriente de la pretendida corrección política. En honor a su admirable honestidad intelectual escribo estas reflexiones:
La opinión de los argentinos en materia de derechos humanos, como en tantas otras cuestiones, merece el premio mundial de la hipocresía. Sin importar bando, no son pocos los que, de obrar sinceramente, podrían ver hacia el pasado y descubrirse alegrándose o al menos justificando alguna muerte violenta al comienzo de los años de plomo. Claro que pasada la euforia de los inicios el tole-tole diario se volvió intolerable, por eso muchísimos más, conformando una abrumadora mayoría de facto que desoyó las preclaras advertencias del ingeniero Álvaro Alsogaray, recibieron con alivio el golpe de Estado de 1976.
Si en 1974 el presidente Juan Perón propuso derrotar a la subversión dentro de la Constitución y la ley, sabedor de que “ninguna victoria que no sea también política es válida en este frente”, para 1976 la percepción generalizada era que ya no se podía permitir que otra vez apresados los terroristas entraran por una puerta y salieran por otra.
Había trabajo sucio por hacer, y siendo una guerra (tal como proclamaban hasta el cansancio las organizaciones guerrilleras) esta sociedad entendió que para eso estaban los militares. Así, la población miró para otro lado y si alguno dudaba se decía con toda claridad y convicción: “no te metas que por algo habrá sido”. Para el pueblo, los terroristas del ERP y Montoneros no eran más que un montón de sanguijuelas a los que nadie iba a extrañar; y de hecho, al margen de algún lazo familiar, honestamente nadie los extraña hoy. De no ser por el desbarajuste económico y la derrota en Malvinas, la cuestión de esos derechos humanos hubiera quedado relegada en el cajón de los olvidos. Y es que, por cierto, los desaparecidos no alcanzaron la propagandística cifra de 30.000, mentira repetida con fervor goebbelsiano por quienes lucran magnificando la represión.
Cerca de 9.000 desaparecidos constituyen una tragedia, pero que puesta en el contexto histórico de la guerra fratricida indica que no se llegó al peor de los escenarios. Es necesario tener presente que las organizaciones terroristas pretendieron un foco rural en Tucumán, y en el resto el país coparon ciudades, atacaron cuarteles, ejecutaron secuestros, asesinatos y atentados con bombas. Entre estos últimos, cabe recordar el perpetrado por Montoneros el 2 de julio de 1976, y que mató a 26 personas e hirió a otras 60 en el comedor de la Superintendencia de Seguridad Federal, crimen comparable con los atentados contra la Embajada de Israel (29 muertos) y la sede de la AMIA (85 muertos).
A su andar errático, luego de 1983 la República Argentina revisó judicialmente la última guerra civil. Se condenó tanto a los mandos militares como a las conducciones guerrilleras, y ello generó un consenso autocrítico (con la credibilidad que puede darse a una sociedad hipócrita) respecto a la inviabilidad de la violencia política y la valoración de las instituciones democráticas. El “nunca más” era para unos y otros. Quedando en claro que no se debe llegar al poder por fuerza de fusiles o bombas, razonablemente se decantó en límites a la punición penal e indultos que, con la sola oposición de minorías hiperactivas, satisfacían al común de la ciudadanía; tanto así que el presidente Carlos Menem, firmante de los indultos a poco de asumir su primer mandato, fue reelegido en 1995 con el 49,94% de los votos.
La crisis del 2001 no alcanzó su piso institucional con la risa de Schwarzenegger por la sucesión de presidentes fugaces. Lo alcanzó cuando el presidente Néstor Kirchner, comprendiendo que por temor a una nueva anarquía la hipocresía aceptaría cualquier cosa, compró a la izquierda la franquicia de los derechos humanos y se degradó el Poder Judicial para que sea la arena del circo en el que se hacen añicos la irretroactividad de la ley penal, la igualdad ante la ley y todas las garantías del debido proceso.
Ricardo López Murphy dice lo que los demás políticos callan, que los encarcelados por los llamados juicios de lesa humanidad son presos políticos. Suscribo. Añado que puedo criticar de la guerra los métodos represivos pero no reniego de la victoria: Prefiero el celeste y blanco al trapo rojo de la dictadura eterna.