Por: Carlos Maslatón
La sentencia contra la República Argentina emitida este viernes en Nueva York por parte de los jueces del segundo Circuito de la Corte de Apelaciones, en la ya histórica causa del fondo NML Capital y otros acreedores, reafirma los criterios condenatorios del año pasado del juez Thomas Griesa y es abrumadora en definiciones legales y políticas que se encuentran a 180 grados del pensamiento medio argentino, de oficialismo y oposición, en relación a qué significa firmar un contrato, cumplir con sus obligaciones, los efectos de incumplir, y en la materia de los derechos de quien compra un bono soberano ya sea de forma primaria o a precio de descuento en un mercado secundario de valores. Argentina deberá pagar lo que debe a los bonistas que reclamaron por sus derechos, se estiman unos 1330 millones de dólares en este juicio, aunque de forma inmediata se suspende la ejecución hasta que la Corte Suprema de los Estados Unidos eventualmente decida si se involucra en la nueva apelación del gobierno argentino presentada tres meses atrás.
Son tan fuertes los conceptos legales escritos en la resolución, que la corporación política argentina más mayorías de abogados y economistas que usualmente opinan sobre estas cuestiones, puede decirse que se han hecho una composición psicológica sobre el funcionamiento de los mercados y la palabra empeñada en el mundo de los negocios que no se corresponde en absoluto con la realidad vigente en las más importantes y en casi todas las plazas del mundo occidental y oriental. Veamos; para el tribunal se trata sencillamente del caso de un contrato donde la Argentina se niega a pagar a ciertos acreedores bonos emitidos voluntariamente por el país en 1994 utilizando normas legales norteamericanas. En la oportunidad, se obligó a pagar intereses periódicos, a regirse por la ley y los tribunales de Nueva York, se comprometió precisamente en caso de default a pagar la totalidad de los intereses corridos y el capital adeudado, a tratar con equidad a todos los acreedores y específicamente no hizo diferencias entre acreedores comunes y “fondos buitres”.
El concepto de “fondo buitre” no existe realmente ni en los mercados de valores ni como concepto jurídico. Es éste otro término político argentino de barricada que carece de toda significación a la hora de declararse el derecho a cobrar una deuda. Hay dos maneras de adquirir un bono, estatal o emitido por una empresa. Suscribiéndolo originariamente o comprando por cesión a quien lo obtuvo de primera mano entregando su dinero a cambio de una percepción futura de capital e intereses. Primer comprador le vende a segundo comprador, o éste a su vez luego a un tercero y así sucesivamente, el título a un precio pactado, menor, igual o mayor que la suma oblada originariamente. Al acordarse un precio secundario de compra-venta mediante este mecanismo legal que tiene más del doble de antigüedad funcional que el propio sistema capitalista en la historia mundial, el comprador suele calcular que si mantuviera el valor en su cartera hasta su momento de repago final por el emisor, percibirá efectivamente una cierta tasa de interés por su inversión, y sabe normalmente que más bajo el precio del bono mayor el interés implícito a cobrar aunque seguramente el riesgo de no cobro sea para él mayor. Este juego de tasas de interés implícitas, sin embargo, por una parte no afecta el monto de la deuda de quien emitió primariamente el título pues siempre tendrá que pagar el capital más los intereses comprometidos de inicio. Pero, además, el comprador secundario del bono tendrá derecho a cobrar la resultante de ese compromiso originario con irrelevancia del precio de adquisición del instrumento en el mercado que, como tal, no es un hecho ni puede constituir argumento jurídico pues el derecho del acreedor se deriva del contrato y no del precio de compra a cualquier tercero del título en el mercado. Inclusive si el bono que circula fue impreso por un deudor que afirma que no pagará nada y su precio sea cercano al cero por ciento. La teoría argentina del “fondo buitre”, fue destruida el viernes sin piedad por el tribunal sin recurrir a mis explicaciones que, en todas partes menos en la Argentina, constituyen una verdadera perogrullada financiera y legal. Los jueces tan sólo dijeron que Argentina debe pagar el 100% porque así lo dice el contrato y de nada sirvieron los “amigos” que interpusieron escritos acompañando la petición de nuestro gobierno a muchos de los cuales les restó inclusive habilidad para presentarse en la causa por falta de agravio y de interés legítimo.
El tribunal fustiga duramente todas las fanfarronadas de funcionarios argentinos anunciando que no iban a obedecer la sentencia, las declaraciones de que el país no pensaba pagar jamás, critica la “ley cerrojo” del Congreso, la idea nacional de que los reclamos de los acreedores violan la inmunidad soberana nacional, el sinsentido de haber dicho los abogados del país que tenían propuestas de pago alternativas para presentar viniendo luego con el plan de pagar un fallo firme con la creación de nuevos bonos que se cancelarían inclusive en plazos tan lejanos como el año 2049.
Los jueces también rechazan, la por cierto bastante infantil e inaceptable descripción argentina, de que correrían riesgo futuras reestructuraciones de deuda soberana en el mundo si se hiciese lugar a los acreedores y a su 100% porque llevaría en otros casos de crisis a que bonistas nunca quieran así arreglar con el deudor caído. El argumento de nuestro servicio legal fue reputado como “especulativo”, “hiperbólico” y débil. Y yo agrego que, si se consagrara el derecho político de un estado a deshacerse de una obligación sobre la base de su poder soberano absoluto en vez de ser tratado como un participante más del universo de los contratos de préstamo, reduciríamos la suerte de sus obligaciones a su mera potestad o liberalidad en el cumplimiento, un temperamento que para las personas está específicamente proscripto en nuestras leyes civiles y comerciales.
Pero la mayor fuerza ideológica de la sentencia, en mi opinión, se da sobre el final cuando responde a otra idea argentina expuesta en cuanto a que Nueva York, si reconociera plenamente los derechos de los defaulteados y confiscados en 2001-2002, dejaría se ser sitio comercialmente atractivo para emitir deuda. Mediante frases mortales para el pensamiento del gobierno kirchnerista, los jueces dicen que al contrario fallar del modo en que lo hacen reafirma la integridad del mercado de capitales de su Ciudad, donde usualmente prestamistas y prestatarios negocian en términos amigables contratos de deuda pero que, una vez selladas las obligaciones emergentes, las partes se atienen a lo acordado y que estos principios requieren que los deudores, aunque sean extranjeros, paguen sus deudas.
Argentina, no hay duda, tendrá que pagar todo lo debido a los acreedores restantes que no cerraron sus conflictos con el país en 2005 y 2010. Hacerlo no dañará sus finanzas, no es mucho dinero y no hay nada que vaya a ser desestabilizado por cumplir como corresponde. Pero la gran autocrítica que deberán hacer sometiendo la cuestión al debate político, gobierno y oposición, doctrinarios del derecho de nuestras facultades, periodistas y opinión pública en general, es si tiene sentido seguir comprándose una película falsa sobre la deuda externa y si puede funcionar exitosamente un país donde por ejemplo un Axel Kicillof hace frente al Congreso Nacional la apología de la inseguridad jurídica y la apología del combate a la creación de climas favorables a los negocios. Este debate debería surgir ya mismo, desde ahora hasta la ventana política electoral de 2015 al menos.
Advertencia: Declaro no ser acreedor de la República Argentina, no estar ni haber estado en juicio contra el país por causas de deuda incumplida ni asesorar a acreedores del estado de ninguna clase.