Por: Carlos Mira
El anuncio presidencial sobre la Justicia sigue produciendo efectos en cascada porque frente a semejante zafarrancho es imposible concentrar todas las consecuencias y los comentarios en las siguientes 24 horas del anuncio.
Ahora el kirchenrismo avisó que no aceptará ningún cambio en los proyectos: saldrán como dicen ellos. Todo es como dicen ellos. Los que dicen otra cosa no tienen derechos en la Argentina. Y pronto no tendrán ni justicia.
Lo que el gobierno de los Kirchner ha hecho con el Congreso, ahora, se propone hacerlo con los jueces. No hay discusión; todo debe ser aprobado rápidamente, sin discusión alguna: aquí gobierna una sola voz.
Cuando la operación sobre la Justicia esté consumada, no será extraño que la presidente le ordene a los magistrados que expidan sus sentencias, también sin estudio ni cabildeos, perentoriamente, en un trámite express como hoy se aprueban las leyes.
Entendemos que a estos fines, la decisión de la oposición de retirarse de los debates en el Congreso no contribuye al bien de la Argentina. Se tarta de un error. Lo mismo hizo en su oportunidad la oposición venezolana con Chávez, y así le fue. El kirchnerismo no se ofenderá por escucharse sólo a sí mismo en el recinto de las Cámaras. Después de todo es a lo que aspira desde siempre: a que sólo se escuche su voz. Aun cuando sea para dejar un simple testimonio del disparate a que el gobierno de la familia Kirchner está llevando al país, sería interesante que la oposición revea su posición, se presente en los debates y diga lo que hay que decir frente a tanto atropello.
Dejarle el campo libre a un conjunto de totalitarios no hará que se avergüencen o que aprueben sus proyectos con alguna carga de culpa. Esta gente no tiene escrúpulos. Es capaz de hacer literalmente cualquier cosa por aumentar y prolongar su poder. De modo que mientras se pueda hablar (algo aunque sea) es preciso hacerlo para que la sociedad escuche los argumentos que la defienden, aunque cuando vayan a resultar derrotados.
Esa sociedad debe saber que la hegemonía que ella misma le dio a la señora de Kirchner en octubre del 2011, la dejará sin garantías constitucionales y sin derechos civiles. ¿Medirá la gente el daño que se autoinfligió? De ahora en más será mejor no enfrentarse al Estado (es decir a la presidente) porque el Estado se ha convertido en un ente inderrotable en los estrados judiciales. Está a punto de consagrarse por ley el principio por el cual, los jueces, cuando el Estado (es decir la presidente) sea parte, deberán emitir fallos que le den la razón siempre, condenando a los particulares.
La presidente podría haberse ahorrado el pueril argumento que usó para argumentar a favor de la supresión de las medidas cautelares que hasta hoy protegían derechos individuales. La señora de Kirchner dijo que en el eventual caso de que luego la Justicia le dé la razón al particular, éste podrá reclamar una indemnización al Estado. Más allá de que causa un poco de gracia que la presidente insinúe que el Estado será una fuente intachable a la hora de pagar lo que debe (hasta ha ignorado fallos de la Corte Suprema de Justicia que le ordenaba pagar jubilaciones), el argumento, dentro de la lógica con la que presentó los proyectos, carece de sentido: ¿no es acaso que para ser “democrática” la Justicia debe fallar siempre a favor del Estado, porque el Estado (es decir, ella) somos todos y “todos” es una entidad que siempre debe prevalecer sobre lo individual? Entonces, ¿me quiere decir cuándo, señora presidente, la Justicia le podrá dar la razón a un maldito individuo como para que éste vaya luego a reclamarle, aunque sea, una indemnización? Su razonamiento es patético.
La Argentina está a punto de volver a la Edad de Piedra del Derecho; a un momento de la Historia en donde las personas individuales no valían nada y debían inclinarse ante el poderoso. La civilización se rebeló contra eso construyendo el Derecho moderno que, por la vía de garantizar la libertad individual y los derechos civiles, construyó una sociedad fuerte capaz de vivir por sí misma y con suficientes garantías como para oponerse a las garras del Leviatán Estado, siempre listas para suprimir derechos y arrebatar libertades. En esa concepción el peligro siempre lo constituye el Estado porque es el Estado el “poderoso” por definición (es él el que puede hacer la ley, juzgarla y ejecutarla, el que tiene el monopolio del uso de la fuerza, el control policial y el manejo de las fuerzas armadas). Obviamente que para equiparar semejante poderío había que desarrollar un orden jurídico que rodeara de obstáculos y límites a esa estructura poderosísma y, por esa misma razón, tan peligrosa.
Eso es lo que hizo nuestra Constitución: crear un corsé de fuerza para que la estructura estatal que ella misma estaba creando no invadiera la soberanía individual y destruyera la libertad de las personas. Muy bien: a la señora de Kirchner esos límites le molestan; no conforme con todo el poder del que dispone ha tenido la desfachatez de insinuar que el poderoso no es el Estado, sino lo que ella llama “las corporaciones” y que como cabeza de lo que es la primera victima de las corporaciones (esto es, el Estado) ella se encargará de demolerlas para que la representación del pueblo (que es el Estado) se imponga sobre esos enemigos de la voluntad popular. Una falacia completa que solo esconde su insaciable sed de poder absoluto.
¡Ojalá la Argentina hubiera tenido “corporaciones” competitivas tan poderosas que fueran capaces de discutirle el poder al Estado y de embretarlo hasta obligarlo a respetar los derechos civiles y las garantías de la Constitución! Es justamente la debilidad del sector privado argentino lo que ha hecho posible que hoy la libertad este en peligro. Si el sector privado hubiera usado las libertades de la Constitución para construir una sociedad civil fuerte, inconmovible frente a las pretensiones hegemónicas del Estado, estas barbaridades que estamos viviendo hoy en día no habrían existido. Ha sido la renuncia de la sociedad civil argentina a vivir libremente lo que ha posibilitado que el fascismo de hace 80 años reine de nuevo entre nosotros. La Constitución nos dio la posibilidad de construir un país privado tan fuerte (por su dinamismo, por su productividad, por su conciencia cívica, por su independencia del poder) que nunca estuviera expuesto a la pérdida de sus derechos a manos de un Estado que siempre se sabe insaciable.
Conociendo esa característica ontólogica del poder público, la única manera de compensarlo era construir una sociedad civil fuerte e independiente. Pues bien, hemos fracasado en eso. Nuestra sociedad civil fue débil y siempre prefirió los entongues con el poder antes de constituir otro poder. Hoy estamos pagando las consecuencias. Con el poderoso no se juega ni se pacta nunca. Sólo siendo tan poderoso como él es posible convivir con él. La sociedad no estuvo a la altura de ese desafío y hoy el único poderoso que queda (el Estado) se la ha fagocitado. Y se la ha fagocitado haciéndole creer que la ayuda. Sería cómico si no fuera trágico.
El asalto a la Justicia es uno de los últimos eslabones en la cadena para establecer un régimen de facto que nos gobernará al margen de la ley, del derecho y de la civilización moderna. Su colapso será el derrumbe de la ultima instancia de defensa. Probablemente el final coherente para una sociedad que no evidenció tener esa fuerza vital para defenderse y para reclamar y exigir frente al poder el respeto irrestricto a unos límites de los cuales nunca debimos dejarlo salir.