La consagración de la esclavitud

Carlos Mira

Todos los disparates jurídico-institucionales que el país viene soportando desde que Néstor Kirchner asumió la presidencia (aunque con un marcado increscendo desde que su esposa está en el cargo) se originan en un error matricial, de concepto constitucional básico.

Dicho error -que muchos entienden que no es un error sino una manifiesta decisión de cambiar el régimen jurídico del país- consiste en establecer como sinónimos la “democracia” y la “mayoría electoral”.

Según esta concepción, la democracia no sería el “gobierno del pueblo” sino el “gobierno de la mayoría”. Aunque estamos seguros de que la presidente no debe tener demasiada idea de quién fue Jean Jacques Rosseau, los pseudointelectuales que la rodean la han convencido de parte de sus ideas.

Según Rosseau -inventor del concepto de la “voluntad general”- lo que todo el pueblo piensa está como oculto hasta el día en que se vota. Ese día todo el pueblo da a conocer lo que piensa según haya sido la expresión de la mayoría. Es como si la mayoría asumiera las veces de un vocero de todos.

Este pensamiento, cuya falacia es notoria, se haya en la raíz del fascismo moderno. Si se aplicaran estos principios el resultado sería que los que perdieron la elección carecerían de todo derecho porque -en los hechos- ni se los consideraría “pueblo”; el “pueblo” es el que ganó, aquel cuya voz permitió descorrer el velo que mantenía oculto el pensamiento de todos. De esta base de razonamiento al totalitarismo media nada más que un paso.

Está claro que la democracia no es eso; la democracia no es el gobierno de la mayoría, sino el gobierno del pueblo, entendiendo por “pueblo” todos los ciudadanos, los que ganaron y los que perdieron una elección.

Si la democracia para ser tal debía hacer posible la convivencia de los que ganaron y de los que perdieron, resultaba obvio que había que organizar un sistema en donde esa convivencia pacífica fuera posible. Por lo tanto la democracia, más que una forma de gobierno (que, en realidad deberían ser divididas en “repúblicas” y “monarquías”) es un sistema de vida que permite la convivencia armónica y pacifica de personas con ideas diferentes que tienen igual derecho a alternarse en el poder.

Ahora bien, ¿cómo se logra el establecimiento de un sistema de vida que asegure la convivencia pacífica de personas de distinto pensamiento que tengan igual derecho a alternarse en el poder? Obviamente por el reconocimiento de derechos y garantías a los que perdieron, pues si sólo valieran los derechos de los que ganaron la convivencia armónica no sería posible. Fíjense ustedes el grado de paradoja y de distancia que hay entre el concepto clásico y constitucional de “democracia” y el que tiene el kirchnerismo: mientras éste sostiene que la democracia es el gobierno de la mayoría, la Constitución cree que la democracia se define como un sistema de derechos y garantías para las minorías. Es notable.

Pero ¿por qué debemos considerar que quien está en lo cierto es la Constitución y no el kirchenrismo “rosseauniano? Muy simple, porque si el kirchnerismo rosseauniano tuviera razón, las minorías deberían callarse, morirse o emigrar. ¿Y podría llamarse a eso “democracia”? No… Al menos mientras la Constitución de 1853 este vigente.

Las consecuencias prácticas de este error (¿o “convicción conveniente”?) se traducen en lo que estamos viendo a diario: el gobierno está dispuesto a aplastar todo lo que no coincide con su antojo, porque considera que sus antojos son los antojos del pueblo entero y que los que se oponen son enemigos de la Patria, poco menos que antiargentinos.

El gobierno está en estado de rebelión contra el concepto de democracia que surge de la Constitución. No busca la convivencia pacífica de personas de distinto pensamiento con igual derecho a alternarse en el poder sino el sometimiento completo de los que perdieron a su voluntad que por, las mismas razones, debe ser eterna.

Cuando frente a su pretensión de avanzar en este sentido, empiezan a sonar las alarmas constitucionales y a ponerse en marcha los mecanismos de defensa de lo que la Constitución entiende por democracia, se desata la batalla de la que estamos siendo testigos cada vez con mayor intensidad. El gobierno le ha declarado la guerra a la Constitución y, mientras ella esté vigente, si el gobierno lograra imponer su criterio, estaríamos frente a la increíble paradoja de tener un gobierno anticonstitucional, constitucionalmente elegido. Delicias de la Argentina… Obviamente la mayor ofensiva de esta guerra es la que la señora de Kirchner ha lanzado contra la independencia del Poder Judicial.

Para que la democracia pudiera ser definida como surge de la Constitución, era necesario darle carnadura a los derechos reconocidos a todos los ciudadanos (en la categoría de “ciudadanos” por supuesto que ingresan todos los habitantes, ganadores y perdedores de una elección, aunque, justamente, para explicar el concepto constitucional de “democracia” se enfatiza la idea de los derechos y garantías reconocidos a las minorías, porque se supone que las mayorías los disponen por haber ganado). Por “carnadura” entendemos la viabilidad práctica de los derechos: de nada vale escribir un listado de buenas intenciones si luego ellas carecen de un sistema de defensa que, cuando estén en peligro, se ponga en funcionamiento para defenderlas. No hay derechos allí donde ellos están escritos pero no pueden ser defendidos cuando son atacados.

Por lo tanto la creación de un poder independiente que pudiera discernir la razón frente a una determinada disputa, con independencia del criterio “ganar/perder una elección”, era indispensable para formalizar la democracia como un sistema de vida que permite la convivencia pacífica de personas con pensamientos diferentes. Si esos pensamientos diferentes, justamente, desembocaban eventualmente en un conflicto, la pertenencia de una de las partes al contingente de “los que ganaron” no debería ser óbice para que el poder independiente le diera la razón a la parte cuyo pensamiento coincidía con el contingente de “los que perdieron”. Este razonamiento parte del principio de que en una elección se decide quién gobierna, pero no quién tiene razón.

Cuando el gobierno empezó a llevarse por delante derechos de personas que pensaban distinto que él, esas personas recurrieron a los jueces. “Por favor, dennos su protección”, fue el ruego del momento. Los jueces, en muchos casos, la concedieron. Y ése fue el comienzo de la guerra.

Está claro que el lograr la aplicación plena de la Ley de Medios contra Clarín le ha costado jirones de institucionalidad a la república hasta depositarla en el umbral mismo de dejar de serlo. La presidente, cuando el Poder Judicial concedió las medidas de protección al grupo periodístico, no dudó en presentar los proyectos que hoy se están discutiendo y que, en palabras simples, terminan con la justicia independiente y con el sistema de derechos. La presidente se guió por el famoso principio de “muerto el perro, se acabó la rabia”: “si hay alguien que tiene el poder de darle la razón al que me estorba, entonces elimino a ese ‘alguien’ y asunto terminado”. Una vez más: los derechos no serán tales allí donde no pueda defendérselos cuando sean atacados. ¿De que servirá, por ejemplo, el derecho de propiedad si, cuando alguien (el propio Estado), me quite mi casa no dispondré de un conjunto de medidas de protección que eviten que el atropello se concrete y de alguien con poder para dictarlas?

Eso y no otra cosa son las medidas cautelares que tanto irritan a la presidente. Y eso y no otra cosa es el Poder Judicial. Esas medidas y ese Poder son la “carnadura” de los derechos. Sin las cautelares y sin los jueces es como si, a los efectos prácticos, los derechos no existieran.

El escenario de contradicción que la señora de Kirchner ha planteado entre la sociedad civil y el Estado está a punto de alcanzar su éxtasis. Si las medidas que hoy están en la Cámara de Diputados se aprobaran, la ciudadanía pasará a ser esclava de los funcionarios. Se habrá creado un orden jurídico palmariamente desigual por el cual quienes se sientan en los sillones del Estado siempre tendrán razón (porque ganaron) y nunca serán culpables (porque como ganaron tienen razón y quienes tienen razón no pueden ser punibles, porque sería contradictorio pensar que se le pudiera imputar algo a quien tienen razón.)

Será la consagración de un cambio de paradigmas sin antecedentes en toda la historia institucional argentina desde 1853 hasta hoy. El sistema nacido para que pudieran convivir quienes pensaban distinto y para que todos ellos tuvieran iguales chances de alcanzar el poder, se habrá convertido en un esquema de esclavitud ni siquiera a los que ganaron (mayoría) sino a las personas reales de carne y hueso que fueron elegidas por esa mayoría. Esos funcionarios se transformarán en verdaderos amos. Que nadie vaya a creer que, en el mejor de los casos, se estará consagrando la “esclavitud a la palabra y los deseos del pueblo”. El “pueblo”, como entelequia abstracta, no tiene ni palabra ni deseos. La relación de esclavitud se establecerá -como no puede ser de otra manera y como fue siempre – entre personas: entre los funcionarios amos y los ciudadanos esclavos. Ni siquiera los ciudadanos cuyo pensamiento coincida con el de los amos estarán a salvo: bastará que un día quieran ejercer sus derechos en contra de la voluntad de aquéllos para que un rebencazo los ponga en su lugar.