Por: Carlos Mira
Uno de los organismos con más prensa internacional del planeta (aunque con menos récords de logros efectivos para la humanidad) -la ONU- a través de su relatora para la independencia del poder judicial, la brasileña Gabriela Knaul, advirtió sobre la potencial capacidad que tiene la reforma judicial transformada en ley la semana pasada para derribar la independencia de poder judicial.
No sabemos si Knaul utilizó al máximo su carga diplomática para afirmar que estas iniciativas “sólo” tienen una capacidad “potencial” de dañar la independencia de los poderes o si realmente cree que las leyes aprobadas no son un riesgo completo y total a ese principio constitucional y sólo anuncian un peligro posible pero no efectivo.
Si estuviéramos frente a la primera de las opciones, bueno, podríamos entender las volteretas del lenguaje de la brasileña para no romper lanzas de modo intempestivo con el gobierno. Pero si Knaul creyera realmente que las leyes son un peligro en potencia y no un peligro consumado, liso y llano, estaríamos frente a otro típico pronunciamiento insulso de la ONU, otra de sus intervenciones cargadas de previsible “corrección política”.
Hay algunos hechos, sin embargo, que nos permitirían descifrar este acertijo.
La ONU no suele pronunciarse sobre leyes sancionadas en sus países miembros. Si bien es paradigmática su inutilidad para resolver los problemas que fueron tenidos en cuenta cuando se la formó (evitar guerras, convocar al diálogo de partes enfrentadas, solucionar pacíficamente disputas potencialmente violentas) la Organización se ha abstenido de emitir opinión sobre las decisiones aparentemente soberanas de los países cuando éstas son tomadas dentro del ámbito aparente de la formalidad legal. Casi no hay antecedentes de una declaración pública de la ONU en el sentido de pedir explicaciones o expresar alarma por el contenido de leyes internas sancionadas en países miembros.
De modo que una primera aproximación a la cuestión parecería indicar que la relatora utilizó en todo lo que pudo un lenguaje diplomático y político pero que la preocupación es seria y no meramente potencial.
Si este protagonismo pudiera tener de ahora en más alguna influencia en la suerte de la reforma y, por ende, en la suerte de la libertad en la Argentina, a los ciudadanos de este país no nos alcanzará el tiempo para agradecer el enorme aporte que la ONU ha hecho al mantenimiento de la república.
Se trataría de una intervención de oficio de la soberanía del género humano para reparar un engendro de la soberanía del pueblo. Es lo que Tocqueville enseña cuando sintetiza como nadie los temores a la tiranía de la mayoría: “Cuando yo rehúso obedecer a una ley injusta no niego a la mayoría el derecho a mandar: lo que hago es apelar contra la soberanía del pueblo ante la soberanía del género humano”.
Detrás de esta idea se esconde la convicción de que las personas y los países deben estar sujetos a un orden cósmico natural que no puede contrariarse ni siquiera desde una pretendida justificación soberana. No hay mayor soberanía que el orden universal.
Este es, en suma, el sentido del poder judicial independiente que organiza la Constitución y que la reforma destruye. La “soberanía popular” encumbra en el poder a personas reales. No encumbra de modo directo a la masa que sufragó su voto mayoritario. Las personas depositadas en el poder por ese método podrán tomar decisiones que afecten los intereses de los ciudadanos individuales. Esos ciudadanos individuales pueden haber formado parte incluso de la mayoría sufragante que le dio la victoria a las personas que ahora toman decisiones que los afectan. Si esas personas no tuvieran manera de defenderse, el argumento de que “son las decisiones de quienes ganaron” carecería de sentido, porque estarían afectando también a quienes ganaron.
Aquí, obviamente, es necesario aclarar que este razonamiento lo expresamos para demostrar que, aun utilizando los argumentos del gobierno, la idea es indefendible, más allá de que las libertades individuales nunca pueden estar sujetas a un “jueguito” de quién ganó y quién perdió.
Lo que demuestran estas leyes es que el gobierno entiende el poder no como una circunstancia temporal en la que se representa al pueblo, sino como una propiedad material de la que se adueña el que gana, entendiendo por él, no a la mayoría que sufraga sino a los políticos que se presentan a los cargos electivos. El poder judicial, en teoría, viene a contrapesar esa veleidad: cuando se materializa, corre en defensa de los derechos individuales atacados en nombre de un mentiroso “torrente mayoritario”.
Contra este zafarrancho elevó la voz la ONU. El gobierno reaccionó ofendido, en durísimos términos. No era para menos: su alardeada “democratización de la Justicia” era puesta en su verdadero lugar por un organismo insospechable desde el punto de vista ideológico. Si hay algo que las Naciones Unidas no son es “derechista”, “oligárquico” o “aristocrático”. Al contrario, se trata de un organismo cooptado por las izquierdas que han coqueteado en varias ocasiones con distintas formas de populismo.
A 160 años de la sanción de la Constitución (se cumplieron ayer) la Argentina se pone a sí misma en el lugar de “dar la nota”, como un país en franca involución legal. Desde aquel 1 de mayo de 1853 en que anunciaba al mundo el surgimiento de una tierra de libertad, derecho, futuro y progreso, ha cumplido un ciclo completo de 180º que la ubica hoy en las antípodas de aquel amanecer; desde el lugar en donde lo sagrado era el individuo libre y creador a este otro en donde el Estado todo lo ocupa y hasta se puede dar el lujo de cobrar impuestos “por presunciones”.