Por: Carlos Mira
La presidente anunció anoche que la Constitución debería ser reformada. Acto seguido, empero, dijo que no iba a impulsar ningún proyecto en ese sentido. Con el tono que usan aquellos que creen que los demás deberían agradecerle algo, la señora de Kirchner explicó que la organización del Poder Judicial que hace el texto de 1853, reformado en 1994, debería ser modificada.
Luego, haciendo uso de aquel tono, pareció sugerir que por generosidad hacia los que se espantan por la insinuación de una reforma, simplemente había enviado los seis proyectos de democratización de la Justicia que el Congreso había convertido en ley.
Más adelante, en referencia al que modifica la manera de elegir a los Consejeros de la Magistratura, se preguntó sorprendida “cómo alguien puede estar en contra de que los miembros del órgano político de la Justicia sean elegidos por el pueblo”.
Por supuesto que esas dos reflexiones son suficientes para que surjan una serie de interrogantes sobre cuál es el entendimiento real que la presidente tiene del sistema constitucional, parte del cual, incluso, fue diseñado por ella misma, cuando en 1994 fue convencional constituyente.
En primer lugar la referencia a la necesidad de la reforma de la Constitución instala el tema, aun cuando malicisiosamente se diga luego que no se quiere impulsar su modificación. Está claro que la última cabecera de playa del kirchnerismo en su guerra por el “todo” es la propia Constitución. El texto del ’53 -fundamentalmente- es un anatema para ellos. Se trata del compendio más antitético a lo que quieren como perfil de país ideal. La Constitución no es para ellos la Ley Fundamental de la República sino un tumor maligno que debería ser extirpado.
Ese texto establece la soberanía de la autonomía de la voluntad, la preexistencia de derechos inalienables para los seres humanos, garantías constitucionales para esos derechos, la limitación al poder del Estado y del gobierno, la independencia de poderes y fundamentalmente la organización de un Poder Judicial imparcial, contramayoritario y no-político, la subordinación de los funcionarios del Estado a las leyes de la República y el poder ciudadano de vigilancia sobre su actuación pública.
Para alguien que cree en la supremacía del Estado, en la existencia de derechos sólo en la medida en que el Estado los conceda, en la mimetización de los conceptos de “pueblo”, “Estado” y “gobierno”, en la ininputabilidad del Estado (o sea de los funcionarios que se sientan en sus sillones) y en la subordinación del individuo al colectivo abstracto, todas aquellas disposiciones constitucionales deben resultar vomitivas.
Por lo tanto juguetear con el concepto “la Constitución debería ser modificada, aunque yo no lo voy a hacer” es la orden tácita para que se ponga en marcha un proyecto para reformar la Constitución (mejor: para cambiarla directamente) pero que venga “disimulado” bajo la autoría de otro. Es un truco más viejo que la puerta.
En segundo lugar las afirmaciones desnudaron una severa ignorancia respecto de cómo funciona el derecho constitucional. La señora de Kirchner dijo que como no quiere “ser la mala” que reforma la Constitución entonces modifica la morfología de la Justicia por ley. “Por eso”, dijo la presidente, “envié los proyectos al Congreso”.
Este acto de aparente generosidad (“no toco tu venerada Constitución sino que me conformó con reformar la Justicia por ley”) revela que la presidente ignora que las leyes no pueden contradecir la Constitución y por lo tanto no puede, por ley, eliminar los amparos judiciales y las medidas cautelares (medidas todas ellas que hacen a la defensa en juicio); relentizar la duración de los procesos mediante la creación de más tribunales intervinientes (contrario al principio constitucional de origen internacional de celeridad de los juicios para no caer en denegación indirecta de justicia); o, directamente, cambiar la manera en que la Constitución dice que deben elegirse los consejeros.
En tercer lugar, en este último punto, la presidente no sólo revela su ignorancia, sino una grave pérdida de memoria: ella misma estableció ese sistema de elección y conformación del Consejo cuando en 1994 organizó ese instituto.
Allí, el texto agregado a la Constitución original estableció que, además de los representantes de la política (del Poder Ejecutivo y del Legislativo), el Consejo estaría integrado por “los representantes de los abogados de la matrícula federal y de los jueces”. Está claro que si la Constitución habla de “representantes” debe haber un “representado”. Si los “representantes” deben ser de los abogados y de los jueces, va de suyo que los “representados” deben ser los abogados y los jueces y, por lo tanto, ellos los tienen que elegir.
Si los “representantes” de los abogados y de los jueces no fueran elegidos por ellos, sino por el pueblo, entonces no serían sus “representantes”, como dice la Constitución que firmó y juró Cristina.
La presidente, con tono de asombro, no se explica cómo alguien puede estar en contra de que los miembros del órgano político de la Justicia sean elegidos por el pueblo, cuando fue ella la que lo dispuso así cuando organizó ese cuerpo en la reforma del ’94.
Pero no hay dudas de que detrás de este manoseo público de la idea de la reforma está la firme vocación de terminar con la matriz jurídica de 1853. Ese molde es un faro que cotidianamente nos recuerda cómo deberíamos ser y cómo somos de verdad. Y es materialmente cierto que esa discordancia frontal debe ser subsanada: un país no puede vivir con un doble estándar tan contradictorio como el que surge de la vigencia contemporánea de la Constitución y del resto del orden jurídico argentino. Alguno de los dos está equivocado y es urgente una compatibilización.
Posiblemente sea este un punto de acuerdo en el que converjan muchos más argentinos de los que se cree. La diferencia está en qué cosa se adapta a qué cosa. ¿Cambiaremos la Constitución para adaptarla a las leyes o cambiaremos las leyes para adaptarlas a la Constitución? Está claro que el gobierno está detrás de la primera opción. La señora de Kirchner pretende ir a un orden regimentado en donde la voluntad del Estado (es decir, “su” voluntad, disfrazada de la “voluntad del pueblo”) se halle por encima de los derechos individuales, de las garantías personales y de la autonomía de la voluntad; en donde el individuo queda subsumido en un torrente colectivo y abstracto dueño de todos los los derechos (corporizado en el Estado) y opuesto a la persona indivudual que carece de toda prerrogativa. Se trata de una organización que le retira derechos a los ciudadanos para dárselos al “pueblo” y que, ante la imposibilidad de corporizar al “pueblo”, pasa esos derechos al “Estado” y que, ante la imposibilidad de corporizar al “Estado”, pasa esos derechos a la presidente y a sus funcionarios.
Éste es el choque de dos modelos en pugna. Como en 1810, en 1816, en 1853, en 1930, en 1983 o ahora, siempre se trato de la misma disputa entre el poder y la libertad, entre el Estado y el individuo, entre el Príncipe y los derechos. Sería deseable que todos tuviéramos algo que decir en esta discusión.