En el Estado la eficiencia es un tabú

Christian Joanidis

El sobredimensionamiento de los recursos es un gran mal para cualquier organización. Cuando uno dispone de mucho más de lo necesario, comienzan a aparecer vicios y desaciertos que infligen un gran daño a cualquier organización. Esta situación no suele darse en las empresas, porque la lógica de la utilidad fomenta siempre la reducción de costos innecesarios, pero sí se da en todas aquellas organizaciones que no persiguen el lucro como su principal objetivo. El Estado es el caso más paradigmático de una estructura que cuenta con un exceso de recursos para la tarea que realiza.

El concepto de costo, que se utiliza siempre en el ámbito empresario, es perfectamente aplicable a todos los ámbitos de la vida y de las organizaciones. Hablando ampliamente, el costo está asociado a todas las erogaciones que se realizan. La izquierda utiliza el concepto de costo como chicana, haciéndonos creer que sólo los liberales acérrimos consideran al salario un costo. Conceptualmente hablando lo son, porque son erogaciones, en una empresa, en el Estado, en Alemania y en Tanzania.

Los recursos son siempre limitados, por eso es que el concepto de eficiencia es uno de los más interesantes dentro del área de estudio de la gestión. La eficiencia nos indica cuánto hace una organización con los recursos que tiene a su disposición. Si yo tengo un comedor que con treinta pesos puede dar una comida, soy más eficiente que alguien que tiene un comedor pero que requiere treinta y cinco pesos para dar lo mismo que yo. La eficiencia no está vinculada con la avaricia ni con la crueldad liberal, es una cuestión que nos favorece a todos, porque con los mismos recursos, los más eficientes pueden hacer más. Tolerar ineficiencias es dilapidar recursos que podrían ser usados para suplir las carencias de tantas personas que viven con menos de lo justo.

Reducir la cantidad de personas que trabajan en una organización no es cuestión de costos solamente, es cuestión de eficiencia. Cuantas menos manos se involucran en una tarea, mejor sale todo. En este sentido, el Estado suele ser una maquinaria que funciona en la dirección contraria. El corolario es evidente: el Estado suele ser el perfecto ejemplo de cómo hacer las cosas mal.

Cuando los recursos sobran, comienzan a malgastarse. Esto se ve en el Estado, que tiene una cantidad inmensa de empleados y es seguramente la burocracia más ineficiente. Basta con visitar determinadas reparticiones y corroborar que el trabajo que puede hacer una persona lo hacen diez. El pensamiento más limitado dirá que hay que despedir a nueve de las diez. Un pensamiento sistémico y orientado a la eficiencia pensará qué tarea pueden desempeñar las otras nueve para que el Estado funcione mejor y pueda ampliar sus prestaciones sin tener erogaciones adicionales.

Seguramente existen ñoquis en el Estado y el sindicalismo, en lugar de empujar para que todo funcione con mayor eficiencia, se erige como el principal obstáculo para el progreso. En general, la estructura sindical que está enquistada en el Estado tiende a tener una cosmovisión simplista y limitada, cree que la eficiencia es su enemigo: están convencidos de que ser más eficiente significa reducir la cantidad de puestos de trabajo. No logra todavía dar un salto y entender que en lugar de oponerse a la reducción tiene que buscar otras prestaciones que pueda dar el Estado con la gente que hoy está haciendo trabajos innecesarios o de poco valor agregado. Contrario a esto, fomenta la división excesiva del trabajo, crea puestos ficticios, hace más lentos los procesos y pugna por prácticas que atentan contra una cultura del esfuerzo y la meritocracia.

Pero no basta con esa cultura nociva que se fomenta desde el sindicalismo y desde el Estado en general, que hace que las prestaciones sean obsoletas y de mala calidad, sino que incluso parece que hubiera un esfuerzo para que nada mejore. Como usuarios de estas prestaciones, muchas veces nos encontramos con gente muy amable que trabaja en el Estado y que está muy bien predispuesta para hacer su trabajo y ayudar a los ciudadanos. Lamentablemente, también nos topamos con un destrato abrumador: en este caso, el sindicalismo, en lugar de abogar por una mejora, se focaliza en sostener el puesto de trabajo, lo cual no tiene ningún sentido, porque no se puede permitir e incluso incentivar a que una persona maltrate a otra, sin importar el lugar donde esté.

Yo soy un gran defensor de las agrupaciones gremiales, creo que son una institución necesaria en nuestra sociedad y que hacen mucho bien. Pero también creo que esquemas arcaicos han colocado hoy al sindicalismo en un lugar en el que se lo ve más como una máquina de impedir que como algo sano y productivo. La lucha por los puestos de trabajo no está vinculada con la protección de algunas personas, ni con oponerse a todo intento de modernización, sino que está en la capacitación, en asegurarse que los trabajadores cuenten con las herramientas para poder hacer su aporte en el mundo laboral. Los sindicatos están para garantizar que no se vulneren los derechos de los trabajadores, pero también para que los trabajadores vivan dignamente y tengan un ambiente de trabajo sano. Y esto último significa que tienen que dialogar con todos los actores de la sociedad para modernizar los trabajos. No es casualidad que el sindicalismo haya quedado recluido en los sectores fabriles y de servicios menos calificados. ¿Por qué no hay un sindicato de gerentes o de programadores informáticos? Porque el sindicalismo se ha negado tanto a modernizarse que ha quedado fuera del futuro, al margen de todo lo que tenga un aire de progreso y renovación.

El camino de la eficiencia no es un camino de ajuste ni de recortes, es la forma que tenemos de poder vivir mejor, de poder hacer más con los pocos recursos que tenemos. Y no existe ninguna justificación para ir en contra de la eficiencia: sólo el temor y la propia inoperancia. Pero los sindicatos, en lugar de pugnar por la eficiencia, se oponen sistemáticamente, con lo que le causan un daño a la sociedad y a ellos mismos, que se han quedado en el tiempo, resistiendo en sus esquemas de los años cincuenta, en lugar de evolucionar y tomar el rol que les corresponde en la sociedad de hoy.