Por: Christian Joanidis
El Estado ha crecido en estructura en la última década, sin que por ello haya crecido su solidez o su presencia. Básicamente, lo que ha hecho es incorporar cada vez más gente, sin que quede claro si esos nuevos empleados están realmente haciendo algo o no y si lo que hacen realmente es necesario y contribuye a la sociedad, o es simplemente una forma de paliar el desempleo.
Sin empleados, el Estado no puede cumplir su función, todos entendemos esto. La discusión tampoco está en si debe haber o no Estado: debe existir y debe ser fuerte. Dicho de otra forma, necesitamos un Estado fuerte y presente que a través de sus funcionarios garantice los derechos de los ciudadanos. El problema está en dimensionar los recursos y entender cuántas personas necesitamos trabajando en el Estado para que pueda cumplir todas sus funciones principales.
El Estado es una organización y por lo tanto suceden las mismas cosas que en el resto de las organizaciones, incluidas las privadas: hay acomodos, hay gente que ocupa un lugar sin tener las capacidades o el talento necesario para ello, hay quien cobra más de lo que debería y también quien no hace nada. Cuando eso pasa, en una empresa o en otra organización privada, no nos preocupamos, porque no son nuestros bolsillos los que mantienen esa situación. Será una injusticia, pero no nos quita el sueño. Sin embargo, sí nos molesta que nos saquen el 21% cada vez que vamos al supermercado para sostener esas situaciones. No debemos olvidar que es a través de todos los impuestos que pagamos que se sostienen los salarios del Estado y que si se reduce el gasto, entonces podremos pagar menos impuestos y lo que ganamos nos alcanzará para más.
Lo cierto es que también en la actividad privada los sinsentidos duran mucho menos, porque tarde o temprano hay que ajustar el cinturón y aquellos que no están alineados con las necesidades de la empresa son los primeros en enterarse. En el Estado, por el contrario, siempre hay dinero para sostener los absurdos más inviables: el pueblo siempre termina pagando sus impuestos.
En general, en el sector privado, todos saben qué hace cada persona dentro de la organización. Incluso suele ser bastante claro cómo contribuye con lo que hace al resultado de la organización en su conjunto. En el Estado no sucede lo mismo. En primer lugar, más allá de las personas y de la voluntad que ponen en su trabajo, existen áreas enteras cuya función y propósito son al menos dudosas: no es responsabilidad de quienes trabajan allí, sino de quienes las han creado. Tampoco nos queda claro qué hacen algunas personas, sólo están allí, sin que logremos saber muy bien cuál es su función. Y por último, lo que nunca se sabe es qué tan productivas son las personas en la órbita pública. Cuando siembro las dudas, no quiero decir que haya certezas, todo lo contrario: verdaderamente no sabemos nada del trabajo que hace cada una de las personas en el Estado, puede ser algo útil y productivo, pero también puede ser todo lo contrario.
En el sector privado se suele medir la productividad de los colaboradores, es decir, cuánto hacen en el tiempo que están en su puesto de trabajo. Es algo común a lo que todos están acostumbrados, pero en el Estado esto es casi imposible. Los primeros en oponerse son los sindicatos, para quienes la transparencia es casi una afrenta. Y es justamente esta falta de transparencia la que termina desprestigiando a todos los empleados públicos por igual: a aquellos que dan lo mejor de sí y a aquellos que sólo cobran un sueldo.
Si no hay nada que temer, ¿por qué no publicar las tareas de cada empleado? ¿Por qué no publicar su salario? Sería lógico que todos sepamos cuánto gana exactamente cada trabajador estatal y que sepamos qué hace, es decir, que exista una descripción de puesto. De esta forma, todos podremos ver que quien está en un lugar está para algo y que está cobrando acorde a lo que hace, para derribar de una vez todos los mitos que hoy abundan en la sociedad. En lugar de estar discutiendo si las personas son o no “ñoquis”, lo mejor es que la información esté disponible para ser consultada por cualquiera en cualquier momento: las dudas se despejan en cuestión de segundos. Junto a esto, se pueden presentar indicadores de productividad, para que todos sepamos dónde se hacen mejor las cosas, para poder comparar y ayudar a los que peor andan a que mejoren. Pero esto jamás lo soportarían los sindicatos estatales, porque pondría de manifiesto quiénes son los que trabajan y quiénes no.
El empleo público hoy está desprestigiado porque es una caja negra que nadie puede entender. No sabemos qué hacen, no sabemos cuánto cobran, no sabemos si son productivos, no sabemos si van o si faltan. No sabemos nada. Y cuando la información no está disponible, huele mal: donde falta transparencia, hay lugar para el abuso de confianza. Y son justamente los sindicatos los que deberían impulsar medidas que tiendan a mostrarle a la comunidad lo que hacen los empleados públicos, para así poner de manifiesto el valor de su trabajo y por lo tanto incrementar el prestigio del empleo público. Pero en lugar de defender a los trabajadores, defienden sus intereses, encaran estrategias absurdas, como querer instalar la idea de que los empleados públicos efectivamente trabajan… con un paro nacional.