Por: Christian Joanidis
La gestión tiene varias herramientas a su alcance para que una organización cumpla sus objetivos. En el caso del Estado, que es una organización, puede acceder a un sinnúmero de ellas, que le permitan mejorar la forma en que viven los argentinos. La estructura tributaria es justamente una de esas herramientas, que no sólo sirve para recaudar, sino también para establecer políticas de Estado y orientar los esfuerzos de los argentinos al bien común.
Cuando se trata de optimizar procesos en una organización, quienes nos dedicamos a diseñarlos sugerimos siempre que no haya controles manuales, sino automáticos, siempre que eso sea posible. Pero por sobre toda las cosas, ningún proceso debe verse interrumpido porque un “guardián” demora en ejecutar controles. Esto significa que las cosas deben fluir y debe haber un proceso paralelo de control que no interrumpa el flujo de trabajo, sino que lo observa desde afuera. En caso de que se detecte una irregularidad, el proceso de control intervendrá, pero sin interrumpir el trabajo, solamente marcando el error. De esta forma nos evitamos, por un lado, que los guardianes acumulen poder y, por el otro, que el trabajo se vea detenido por la falta de proactividad de un guardián.
El caso de los subsidios es un caso típico de un guardián que acumula poder, porque requieren que alguien los apruebe u otorgue. El poder en estos casos suele fomentar la aparición de esquemas de corrupción y arbitrariedad. Los subsidios se otorgan en la medida del antojo del guardián, lo que además tiene un efecto colateral y es que pueden crecer indefinidamente, lo que hace que su desmesura genere un desbalance importante en la economía. Esto es lo que sucedió con la luz y el gas: era tan bajo su costo que nadie se ocupó en estos últimos doce años en hacer más eficiente el uso de estos recursos. Hasta ahora, en enero era más fácil prender el aire acondicionado que abrir la ventana. En el próximo enero, muchos preferirán abrir la ventana.
El impuesto, contrario al subsidio, es algo que se establece desde la generalidad. Eso hace que no requiera de la existencia de ningún guardián para tener efecto. Tal vez la exención requiera de la intervención de un guardián, pero no importa si el guardián no otorga el beneficio o si se demora, todo seguirá marchando sin problemas. Por otro lado, el impuesto es algo transparente, mientras que el subsidio es una excepción que se negoció. El impuesto, además, siempre se aplica sobre algo concreto y es justamente eso lo que limita su valor: a diferencia del subsidio, que puede crecer desmedidamente, el impuesto siempre tiene un límite.
El sistema tributario tiene varias funciones, entre ellas la de gestionar: sí, los esquemas impositivos son una forma de orientar los esfuerzos de las personas para que se ocupen de determinados temas. Si ponemos un impuesto a la contaminación del aire y, por lo tanto, los autos pagarán en función de su consumo de combustible, entonces las personas tendrán una tendencia a comprar autos que sean más eficientes en su consumo. Si creamos impuestos a la concentración económica, las grandes empresas verán dificultades al momento de crear grandes negocios, fomentando así la desconcentración y el crecimiento de la clase media.
Muchas veces los sistemas tributarios son injustos. Un claro ejemplo es el de IVA. Creo que no hay aberración más grande que pagar un impuesto sobre los alimentos. Hoy se está evaluando eliminarlo para algunos sectores, pero en realidad habría que sacarlo para todos los alimentos, para todos los argentinos. Pagar un impuesto a la nutrición, no importa a qué nivel socioeconómico se pertenezca, es conceptualmente una aberración.
También es cierto que el sistema tributario debe ser eficaz, cosa que en Argentina deja mucho que desear. Porque un impuesto justo y que orienta adecuadamente los esfuerzos, pero que no se puede recaudar, termina siendo una herramienta de presión tributaria para quien quiere hacer las cosas bien. Por ejemplo, el IVA a los electrónicos puede ser correcto, pero lo cierto es que los consumidores prefieren comprarlos en el extranjero o por canales alternativos, para generar ese ahorro de costos. El IVA a los autos es, sin embargo ineludible, sobre todo si se paga en la puerta de la terminal automotriz. Con este principio se podrían eliminar varios impuestos, para reducir la carga tributaria y motivar a las personas a hacer sus negocios por canales formales. La presión tributaria es una forma de fomentar la economía en negro.
Por lo tanto, desde el punto de vista de la gestión, los impuestos tienen que ayudar a construir políticas de Estado y a influir en el comportamiento de las personas, para orientar sus esfuerzos al bien común y al interés de la sociedad. Pero por sobre todas las cosas tienen que ser justos, para que paguen aquellos que pueden y que son en definitiva los que más se benefician de la existencia del Estado: es gracias al marco legal actual que han logrado obtener sus beneficios. Y, por último, deben ser eficaces, es decir, que su recaudación sea viable.
Pero mientras se entienda la política tributaria como una cuestión contable, seguiremos teniendo un sistema tributario prehistórico, que grava por igual a ricos y pobres. Un sistema que además de ser injusto termina beneficiando a quienes concentran riqueza y perjudica a quienes quieren hacerse un lugar con su esfuerzo y sus ideas. Tenemos un sistema tributario que, lejos de generar trabajo, lo destruye, al imponer impuestos al empleo atenta en definitiva contra la dignidad de las personas. Será trabajo de este Gobierno, entre todas las cosas que tiene que corregir, marcar el rumbo de una nueva política tributaria, orientada a que las personas puedan dar lo mejor de sí mismas, acotar la economía negra y fomentar ante todo la creación de trabajo. Porque para que podamos volver a reconstruir la dignidad del pueblo argentino es indispensable que se generen genuinas fuentes de trabajo.