Por: Claudio Zin
Hace unos años, me invitaron a visitar la que fuera la casa de Hipócrates, acepté el convite casi de inmediato, me pareció que otra oportunidad como esa no iba a llegar fácilmente.
Llegar hasta el que fuera el lugar natal del Padre de la Medicina no fue tarea sencilla, desde el Barrio Norte, de la ciudad de Buenos Aires, hasta la isla de Cos (Kos), en el Egeo, frente mismo a las costas de Turquía, hay como día y medio de viaje, en avión claro, para allá fui.
Cuando uno llega a la “islita” (300 kilómetros cuadrados de superficie, más o menos como la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, pero mucho más limpia, claro), de 45.000 habitantes, hay que esperar un par de días para poder apreciar la belleza del lugar. Digo un par de días, hasta que llegue el alma que, gracias al jet-lag, se mete otra vez en el cuerpo más o menos en ese tiempo, horas más horas menos.
Una vez ubicados, en tiempo y forma, en la tierra de don Hipócrates, comienza la aventura de reconocer los sitios donde enseño, escribió, e intentó separar la medicina, una ciencia incipiente por aquel entonces, de la religión y en realidad casi lo logra, por unos añitos, ya que en el Edad Media-Oscurantismo-volvió a meterse, la Iglesia con la Medicina. Otra Religión claro pero Religión al fin. Por aquel entonces (año 460 AC), la medicina se enseñaba de padres a hijos, por esto sólo los descendientes varones de un médico podían practicar el arte de diagnosticar y curar; hasta Hipócrates, quien decidió enseñar su ciencia a quien quisiera dedicarse a ayudar al prójimo, independientemente de su historia personal y su pasado.
Estas dos fueron las primeras reglas que rompió el padre de todos los médicos, a) apartarse de la religión y b) enseñar a jóvenes cuyas familias nada tenían que ver con el tema. La tercera norma que infringió, más allá de escribir sus enseñanzas, hecho inusual para la época rica en tradición oral, fue la de pensar y sostener que el ser humano es uno en cuerpo y espíritu y por lo tanto el tratamiento debía ser integral, holístico. No creyó en esto del “hígado de la cama 6”o el “riñón de la 19”, tal como hoy se practica, en muchos casos la medicina, sino que intentó enseñar que es inútil arreglar un hueso, sin una dieta adecuada, sin el lugar correcto y sin hablar con el paciente.
Sus discípulos mantuvieron, luego de su muerte, ocurrida a la avanzada edad de 83 años en Chipre, según rezan las crónicas necrológicas de la época, esta filosofía de trabajo aprendida bajo la sombra del plátano que el mismo maestro plantó, en el centro de Cos y que todavía sobrevive, algo descascarado. Se sentaban a su sombra a diario para escuchar y conversar con el Maestro. Hipócrates usó diferentes plantas sin procesar como medicamentos, entre ellas la corteza del sauce, para tratar la fiebre y el dolor, provocados según su teoría por el desequilibrio de los humores, de los fluidos corporales.
De este modo descubrió, aunque sin saberlo, la aspirina, cuyo antepasado es precisamente la corteza del sauce, desde hace ya muuuuchos años sintetizada, y que 2400 años después se convirtió en el remedio más vendido de la historia de la medicina.
Si lo hubiera sabido! No, No nunca pensó en patente alguna, lo cuento para tranquilidad de la empresa productora de aspirina y sus derivados.
Casi todo en Cos lleva su nombre, la mejor cantina, el alíscafo que rápidamente, en pocas horas, cruza a Turquía, el hospital, la calle del centro y la mayor parte de los chicos de la isla, como un espontáneo homenaje a este padre de todos los médicos, que intentó hacernos creer que el hombre es uno sólo, en cuerpo, mente y espíritu, lección que aún hoy, tanto tiempo después, nos cuesta aprender.
¿Por qué les cuento esto? Sencillamente porque me parece algo que vale la pena contar y que no merece más que una lectura relajada, que tanta falta nos hace hoy por hoy. Tiempo de humores revueltos como seguramente diagnosticaría el Gran Hipócrates.