La noción misma de “pueblos originarios”, denominación “políticamente” correcta para hablar de los indígenas en América Latina, nos sitúa ante un problema de difícil solución, sobre todo cuando pensamos que la presencia anhelada no está en un origen puro ni en un futuro deseado, sino que la respuesta podría encontrarse en el porvenir. Esta dificultad que se nos presenta cuando pretendemos nombrar a un pueblo que habita estas tierras, antes de la llegada de los españoles, nos remite a antiguas batallas culturales y simbólicas. Se trata de un término que no es neutro ni inocente.
Las siguientes palabras no pretenden recuperar la pureza nominante de alguna originaria civilización primitiva, como tampoco es un gesto de homogeneización capaz de estandarizar los significados. La idea es aportar a la construcción de nuevos significantes que nos permitan reconocernos como sociedades atravesadas por la herida colonial, pero al mismo tiempo criticar la matriz colonizadora que nos impuso sus lenguas, sus nombres, sus gramáticas y sus miradas.
La expresión pueblos originarios, en el caso de Chile, es un concepto relativamente nuevo, que comenzó a ser utilizado a principios de los años 90 con el retorno a la democracia; anterior a ello, los pueblos originarios eran concebidos en los libros de historia y en el discurso oficial de la dictadura como los antepasados, como los pueblos que habitaron antes de la llegada de los españoles, sin mencionar que continuaban resistiendo a los avatares del sistema político económico y que los obligaba a asumir formas de vida diferentes a su cosmovisión del mundo. En el caso del pueblo Mapuche, eran llamados araucanos, denominación española utilizada para señalar a la gente de la tierra. Con la llegada de la democracia, los gobiernos de la Concertación comienzan a revalorizar al Estado como espacio institucional y ético político, asumiendo las demandas de los pueblos originarios y la deuda que tenía el Estado con el pueblo Mapuche. Sin embargo, las políticas se generaron mirando al “otro” como un ser inferior, lógica de lo subalterno, con la permanente sospecha de que el otro no es tan humano como yo. Aparece la idea del otro como maléfico, se comienza a pensar el espacio social como un lugar homogéneo, bajo la idea de que todos son chilenos, que todos tienen los mismos derechos, dejando de lado la heterogeneidad que tiene por esencia cualquier espacio social. En esta lógica comienza la devolución de tierras a las comunidades, usurpadas luego de la invasión del ejército chileno en 1891, cuando los grupos de poder y la burguesía agraria del siglo XIX, con su proyecto militar, incorporaron por la vía violenta el territorio ancestral mapuche al sistema de producción capitalista, lo que permitió, a su vez, culminar con el proceso de formación del Estado chileno. Como resultado de esta incursión militar el Estado impuso las reservas, desplazó a la población de sus espacios originales y remató la mayor parte del territorio indígena beneficiando a colonos criollos y extranjeros que se apropiaron fácilmente de las tierras. Las 10 millones de hectáreas que correspondían al territorio mapuche antes de la ocupación militar hoy están reducidas a 500 mil.
Desde la lógica del Estado burócrata, los gobiernos de la Concertación, a través de los organismos creados para la devolución de las tierras y el reconocimiento de los pueblos originarios, impulsaron una serie de políticas públicas que terminaron con las comunidades desplazadas; con la idea de homogeneizar, fueron trasladadas a espacios reducidos y obligados a “urbanizarse”. Sin embargo, las comunidades resistieron y radicalizaron sus posturas, exigiendo la devolución de las tierras usurpadas. Ante estas exigencias los gobiernos de la Concertación cambian el discurso, validando la lógica del otro como maléfico, el mapuche pasa a ser considerado terrorista por el propio Estado. En los gobiernos de Lagos y Bachelet se invoca la ley antiterrorista que persigue y condena a los comuneros mapuche, el Estado solicita penas que superan los 100 años de cárcel para ese “otro” ahora concebido como terrorista.
Desde la lógica homogeneizante del concepto del “nosotros” la noción de “pueblos originarios” no es un término neutro ni inocente. Durante muchos años los indígenas se confundieron con los campesinos e inclusive en nuestros días resulta difícil establecer la línea divisoria entre unos y otros.
La llegada de la Unidad Popular en 1970 encabezada por Salvador Allende, generó grandes expectativas en los pueblos originarios. Pese a que se crearon condiciones para que las comunidades indígenas fueran parte del proceso de reforma agraria, el Estado nuevamente homogeneizó a los campesinos y mapuches, dando cuenta de que las políticas desarrolladas por los partidos políticos no interpretaban la demanda desde una perspectiva de sociedad indígena y pueblo propiamente tal.
Podríamos señalar que el gobierno de Allende y los gobiernos concertacionistas “progresistas” han construido su política bajo la mirada occidental, entendiendo la lucha de clases entre explotados y explotadores; ahí no existiría la posibilidad de un “otro” distinto, y es que en toda sociedad colonizada, los grupos de poder fueron conformados por diversas fracciones de la oligarquía blanco, mestiza, que trazan una serie de estrategias de dominación. La oligarquía chilena forma un Estado social colonialista, entonces los grupos de izquierda y derecha, o liberales y conservadores tendrían la misma matriz colonizadora. Desde esta mirada podríamos entender la contención que han realizado gobiernos de izquierda y derecha frenando los procesos de recuperación de tierras de las comunidades mapuche. El mapuche ocuparía el lugar del extranjero, es “otro” peligroso, que está fuera de la ley y que atenta necesariamente con lo establecido.
Durante los últimos años se ha instalado el discurso de la inclusión multicultural, la tolerancia hacia el “otro”; sin embargo, opera como mecanismos de poder. Para la tolerancia el otro es inaceptable. Y si bien es cierto hay avances en políticas contra la exclusión y discriminación, éstas siguen implicando la asimilación de las minorías por las mayorías
Aparece el complejo de superioridad, la política de inclusión proviene de otro, considerando al mapuche como inferior. La política social dominante es quien fija la identidad, es una política de la indiferencia. La identidad se construye desde afuera hacia dentro dejándonos a todos en un lugar común. Desde esta lógica el pueblo mapuche no tendría la capacidad suficiente para comprender y menos para elaborar políticas públicas.
Desde este lugar lleno de contradicciones, que concibe al otro como maléfico, comienzan aparecer los ecos de aquellas voces sepultadas y silenciadas que siguen asediando el mundo de los vivos, recordándonos que el pasado insiste con su reclamo de justicia. Walter Benjamin habla sobre el asedio espectral como promesa de justicia. Se trata de un pasado no resuelto, inacabado pero también como lo plantea Marx y Derrida de la comunidad por venir; espectros que intranquilizan y desquician el presente catastrófico de un continente colonizado. La colonización trajo como consecuencia, entre otras cosas, que la religión monoteísta barriera con sus cosmovisiones y que el moderno Estado burocrático desplazara a las arcaicas organizaciones “socialistas”. El sur de América fue concebido como proveedor de recursos naturales y mano de obra barata.
La instalación de empresas forestales en territorios ocupados ancestralmente por comunidades mapuches ha generado daños irreparables, ya que han dividido a las familias que antes compartían un mismo territorio. La familia es la unidad base de la organización social de estos pueblos. Por otra parte, la plantación de pinos y eucaliptos secan y contaminan las napas subterráneas ya que son especies introducidas que se dan en condiciones de humedad, por lo tanto consumen una alta cantidad de agua, provocando sequías en las napas subterráneas y la inutilización de la tierra, grave problema para las comunidades que desarrollan su vida en torno a la tierra. Las comunidades hoy viven en espacios reducidos, ya no consiguen sus plantas medicinales y la tierra es cada vez más esquiva para las plantaciones de papa, principal recurso de este espacio territorial.
Las condiciones de pobreza son extremas. Sin tierras productivas para trabajarlas y subyugados a las forestales que mantienen el control económico y militar en la zona, algunos comuneros son contratados por las empresas madereras como mano de obra barata. Los comuneros realizan el conjunto de las tareas que no pueden ser confiadas a la automatización y que pueden ser ocupadas por cualquier humano. El mapuche asume la condición de obrero y es obligado a incorporar nuevos modelos de producción.
Pensar la identidad desde el colonialismo
Para poder entender el tema de la identidad en nuestro continente es necesario indagar e interpelar la construcción de un “nosotros”, un desafío problemático ya que cuando intentamos unificar voces distintas, aunar criterios, se debe asumir el riesgo de homogeneizar lo irremediablemente diverso y resistir a la humana tentación de transformar al “ellos” en un enemigo a vencer, conquistar, asimilar o normalizar, es decir, la tentación de convertirlo en “nuestro” otro, en nosotros.
Es necesario intentar dejar de lado la búsqueda de resignificados para denominar a nuestro continente y aquellos pueblos que estaban en estas tierras, antes de la llegada de los colonizadores. No se puede vivir tratando de reemplazar un signo por un nombre liberador y descolonizado.
Para Derrida, el hecho de que exista igualdad remonta a la violencia que tuvo que ser necesaria para callar las diversas “voces“ y obligarlas de un modo a parecer semejantes, por lo que todo sistema que habla de igualdad trae consigo la diferencia y la incluye por medio de la represión al anular lo diferente, lo que enviará a otro lado, ese resto que permanece y que está siento diferido a través de la violencia y de la incorporación del otro.