Por: Domingo Cavallo
Un Gobierno responsable, que quiera crear bases sustentables de prosperidad, debería proponerse luchar contra la inflación, pero no sólo para evitar que se torne explosiva, sino para asegurar que, hacia el futuro, la economía argentina no tenga inflación más alta que la que sufre la economía global.
Cualquier inflación crónica y significativamente superior a la del resto de los países se constituirá, inexorablemente, en un freno al desarrollo sustentable de nuestra economía y acentuará la redistribución regresiva del ingreso y la riqueza. Cada vez habrá menos ahorro interno y externo dispuesto a financiar la inversión productiva. Y lo poco que se invierta no servirá para producir fuertes aumentos de productividad, porque no será el resultado de evaluaciones cuidadosas de empresarios con buena información sobre las tendencias de la demanda y de las tecnologías más avanzadas, sino producto de decisiones políticas del Gobierno y de los empresarios, enredados en negociaciones oscuras, plagadas de corrupción.
Como ya lo expliqué extensamente en el capítulo anterior (*), la inflación hace que cualquier economía, y mucho más una que tenga grandes defectos de organización iniciales, se desorganice cada vez más hasta transformarse en una economía sin reglas, en la que impera la ley de la selva y el “sálvese quien pueda”.
Los ideólogos del tipo de manejo de la economía que se inició en 2002, nucleados alrededor de las ideas del denominado Plan Fénix, se conforman con encontrar maneras de evitar la hiperinflación. Por eso ponen énfasis en la necesidad del equilibrio presupuestario o, como ellos prefieren llamarlo, el superávit fiscal primario.
Se refieren a la inflación como si no fuera un problema grave y como si sólo creara el inconveniente de la pérdida de competitividad por atraso cambiario. Creen que admitiendo un poco más de inflación se puede evitar el atraso cambiario y mantener la economía en un ritmo de crecimiento acelerado. Esa era, precisamente, la interpretación de los economistas que asesoraron a los dirigentes políticos de las décadas del setenta y del ochenta. Por eso caímos en hiperinflación, luego de sufrir varios episodios de estanflación. Todo con un enorme costo económico y social para las familias argentinas, especialmente para las más pobres.
Lo primero que deberá proponerse el Gobierno actual o un futuro Gobierno que quiera sacar con éxito a la Argentina de la situación de angustia y desesperanza en la que se encuentra es una lucha frontal contra la inflación. Pero su objetivo deberá ser eliminarla de nuestra economía, al menos como fenómeno diferente del que se observa en el resto del mundo.
Anticipo, desde ya, que no es tarea sencilla. No es cuestión, simplemente, de aplicar la receta de economistas que entienden del tema. Es una formidable empresa política. Lo era en 2008, cuando redacté este capítulo y lo es aún más en la actualidad, febrero de 2014, cuando el cepo cambiario y la escalada de las expectativas devaluatorias e inflacionarias han agravado mucho el desafío, en comparación al que se enfrentaba seis años atrás. Las complicaciones que se han agregado serán motivo de discusión en los capítulos que siguen al presente.
(*) Este artículo es un extracto de mi libro Camino a la estabilidad