Por: Federico Gaon
Cuando en diciembre de 2010 Qatar fue escogido para ser el anfitrión, en 2022, de la vigésima segunda Copa del Mundo de la FIFA, comenzó a desentrañarse la trama de corrupción que gravita actualmente sobre dicha organización. De antemano, en aquel entonces se criticó la decisión de montar el torneo en un lugar caracterizado por un clima desértico, adverso al desempeño físico de los deportistas. Solucionado en teoría este problema, moviendo el evento de junio a diciembre, con la promesa de imponentes estadios provistos con las últimas tecnologías de refrigeración, las críticas a la FIFA, además de tornarse en dirección de la flagrante corrupción – algo especialmente cierto en estos días – se volcaron hacia la grave situación sociopolítica del pequeño emirato arábigo.
Pero, ¿por qué Qatar, que nunca calificó para participar de un Mundial, está interesado en invertir millones para organizar la fiesta del fútbol universal? La respuesta se hace evidente con otra pregunta, simplemente, ¿por qué no? Después de todo, el fútbol se ha convertido en una verdadera pasión mundial, y los Estados suelen conceder que mediante el deporte, y más precisamente mediante la copa de la FIFA, pueden ganar dividendos en materia de lustre y poder blando (soft power). En otras palabras, se trata de una oportunidad para ganar prestigio.
Así y todo, en el caso de Qatar hay un diferencial importante que lo separa de los otros países que han servido de sede para el megaevento. El emirato, una monarquía absoluta, no solamente sería el primer país árabe en preparar el torneo, sino que más importante, gracias a los petrodólares, cuenta con una billetera sin fondo para financiar todo tipo de emprendimientos faraónicos. Pese a su insignificancia territorial y poblacional, Qatar viene adquiriendo predominancia como actor internacional, influyendo en la región por intermedio de sus inagotables arcas y de la bajada de línea mediática que es su cadena televisiva Al Jazeera, lanzada en 1996 por la casa real Al Thani; y por cierto la mejor financiada del mundo. En este sentido el mundial 2022 es una arista de una estrategia más abarcadora por adquirir protagonismo en Medio Oriente.
Para situarlo en contexto, Qatar, un Estado peninsular que linda con Arabia Saudita al este, se rige por un código penal ortodoxo basado en la interpretación dogmática de la sharia, la ley islámica. De los 2 millones y 155 mil de habitantes que componen su población, solo el 12 por ciento nacieron en el país. Menos de 300 mil personas constituyen el segmento más rico y desarrollado de la sociedad. Del resto, cerca del 80 por ciento de la población, son trabajadores “invitados” que se ocupan de los empleos menos pagos en el rubro de la construcción y en el sector de los servicios domésticos. A raíz de su exponencial crecimiento económico durante la década pasada, y con un presupuesto de infraestructura que asciende a los 100 billones de dólares, Qatar está construyendo obras a una velocidad y escala sorprendente, y lo viene haciendo desde antes de anunciarse como anfitrión de la Copa del Mundo. Pero para la consternación de los activistas de derechos humanos, las obras se hacen con la sangre, sudor y lágrimas de los miles de trabajadores mal remunerados, que no obstante, frente a la falta de empleo en sus países nativos, viajaron a la península arábiga para mantener a sus familias.
Llama la atención que los trabajadores estén sometidos a un sistema, conocido como kafala, (esponsoreo), por el cual el Gobierno se reserva la potestad de monitorear (ergo, controlar) la estadía del trabajador. Además de ser sometido a condiciones que algunos calificarían cercanas a la esclavitud, el trabajador debe renunciar a su pasaporte. En tanto, el mismo es retenido por su empleador, el inmigrante no puede regresar a su país sin el permiso de las autoridades correspondientes. De acuerdo con la Confederación Sindical Internacional, el año pasado habrían muerto 1.200 trabajadores y según se estima, cuando suene el primer silbato del Mundial dentro de siete años, más de 5.000 personas habrán fallecido construyendo las instalaciones que serán aprovechadas por miles de turistas de todo el mundo.
El caso de Qatar refleja muchas de las contradicciones internas que socaban el desarrollo humano de las monarquías árabes del Golfo. Por un lado se habla de un Estado que invierte cifras astronómicas en relación a su relativamente minúscula población para modernizarse, para ostentar infraestructura de primer mundo, tocar los cielos con edificaciones imponentes, comprar galerías y centros comerciales en las capitales europeas, y – habrá comprobado al mirar la final de la Champions League – comprar espacio publicitario en la camiseta de uno de los clubes más exitosos del mundo.
Ahora bien, por otro lado, Qatar sigue siendo, religiosa y socialmente hablando, uno de los países más estrictos y aletargados del mundo. La fuente virtualmente inagotable de dinero está remodelando la imagen de este emirato, y es en este sentido que la Copa Mundial tiene el potencial de suavizar las apariencias, ofreciendo importantes réditos en negocios y prestigio. Sin embargo, tal como lo remarcaba Julián Schvindlerman en su columna del 30 de mayo, dada la prevalencia de una doctrina religiosa esencialmente antitética con los valores occidentales, el posicionamiento ideológico de Qatar en el tablero regional deja mucho que desear.
¿Qué haría usted si fuera el regente de un país con un tamaño poco mayor al de Puerto Rico y tuviera acceso a un torrente de dinero ilimitada? Según una estimación, las inversiones qataríes alrededor del mudo rondan los 60 billones de dólares. En virtud de los motivos expuestos recién, la política exterior qatarí se basa enteramente en la compra de influencia; la cual, al fin y al cabo, vale tanto como sus reservas. Como si fuera del estipe del rey Midas, la familia real puede cubrir de oro todo lo que toca. El problema es que no ha tenido buen tacto.
Como punto ordenador de su política exterior, Doha ha buscado en la última década convertirse en un jugador que “juega con todos”, el cual, gracias a sus potenciales y generosas donaciones, intercede entre las partes como mediador. Por ejemplo, Qatar ofició en 2006 para mediar entre las facciones palestinas, en 2007 para interceder entre el Gobierno de Yemen y los houtíes, en 2008 para mediar entre las facciones libanesas, en 2009 para sentar a negociar a las partes de la guerra civil sudanesa, y en 2010 para inmiscuirse en la disputa territorial entre Yibuti y Eritrea. Se sabe incluso que pese a no reconocerlo formalmente, Qatar tiene un vínculo comercial con Israel, dado el interés particular del primero por adquirir productos de alta tecnología procedentes del segundo, y de entablar un canal secreto para eventuales negociaciones. Qatar ha oficiado también de mensajero entre Estados Unidos, los talibanes y Al Qaeda. Doha incluso agasajaba a los Assad y hacía tratos con Teherán hasta que las revueltas de 2011 forzaron sobre la capital un cambio de rumbo.
Sin embargo, cuando se habla de Qatar como mediador, debe decirse que no se trata de un socio exactamente honesto, pues al instante que por alguna razón se le cierran las puertas a los rincones secretos de los foros diplomáticos (o sea cuando sus recomendaciones se juzgan en base a su tamaño físico y no al de sus arcas), Doha desdobla su política exterior en una agenda que podría decirse populista, dirigida a ganar la admiración de grandes masas junto con el consentimiento del establecimiento religioso en el mundo árabe.
Los expertos discuten que el emirato reparte millones tanto a las agrupaciones islamistas como a los grupos yihadistas de la región. La red qatarí jugó un papel en aprovisionar y dar refugio a los rebeldes y militantes de Egipto, Libia, Siria y la franja de Gaza –medidas que gozan de cierto grado de popularidad entre las masas del mundo árabe que suscriben a los ideales islamistas. En lo que a poder blando concierne, Al Jazeera se ha encargado de vanagloriar aspectos de la tendencia islamista, indirectamente apelando a las audiencias a creer que la monarquía qatarí es una que está con el pueblo, lo que desde luego es un absurdo.
Empero esta maniobra le ha valido a Doha el fuerte reproche del resto de los países del Golfo, los cuales, a la luz de los eventos de los años recientes, ven con suma preocupación el auge de militantes antisistémicos que podrían volcarse en contra de sus casas reales, pudiendo mermar su legitimidad apelando a eslóganes religiosos populares.
En suma, al menos en las esferas de alta política, Qatar ha ganado reputación como la incubadora de emprendimientos yihadistas. Si usted tiene simpatías hacia un grupo islamista y quiere colaborar en la lucha, y si la causa es medidamente bien recibida entre contingentes considerables de la sociedad árabe, usted puede reunirse con un representante gubernamental encubierto en alguna oficina lujosa -por qué no en el lobby de un hotel ostentoso- y hacer su pitch – su discurso de ventas – y obtener una bondadosa contribución del fisco qatarí. El hecho de que las donaciones se suministren prácticamente en la informalidad, es decir sin el endorso oficial de un sello estatal, le permite a las autoridades qataríes minimizar el desenvolvimiento de su país en la colecta de fondos para la yihad. Esto implica que en este campo oscuro Doha no opera por intermedio de agentes oficiales, ciertamente más identificables y posibles blancos de sanciones por parte de la comunidad internacional. Doha opera sagazmente gracias a particulares y organismos no gubernamentales, lo que le permite el amparo de la negación plausible frente a las críticas externas.
Aun vistas las cosas desde la perspectiva qatarí con pragmatismo, el gran inconveniente de este modus operandi estriba en que simplemente no es posible monitorear a dónde van a parar los fondos, para quien realmente, y eventualmente para financiar qué. Qatar no tiene interés alguno en ver al Estado Islámico (ISIS) consagrarse, pero los analistas sospechan que es muy probable que parte del dinero, destinado por ejemplo al Frente Al Nursa, haya ido a parar al autoproclamado califato mesopotámico cuando el capítulo iraquí de Al Qaeda se ramificó en los tonos ultraviolentos que se atestiguan hoy en día.
En balance, la controvertida política exterior de Qatar dice mucho de las contradicciones domésticas de este pequeño y no obstante pudiente país. Por diestra se rige por cálculos geopolíticos, y busca adquirir prestigio como mediador indiscutido de Medio Oriente. Por siniestra, financia a los rebeldes y revolucionarios que en mejor sintonía están con las grandes audiencias, y que se ajustan medidamente a los postulados religiosos oficiales que dice preservar la monarquía. Lo cierto es que en todo caso Qatar es la gallina de los huevos de oro, y esa dicha le ha permitido al emirato cotizar hoy por hoy como uno de los actores más relevantes de la región. Por otra parte quedará por verse qué tan sustentable resulta esta política de “jugar con todos”. Mientras juega esta carta, Doha merma su propia mano financiando a los bandos que resultan más atractivos en términos de popularidad y que más utilidades dan entre las masas.
Por último me permito agregar que con tantas contradicciones en su accionar, es posible asentar que de no ser por sus activos líquidos, Qatar sería uno de los países más irrelevantes en la escena global. Mas siendo una mira de oro, imagínese usted la desazón y la indignación de Doha si de repente la FIFA es forzada a decidir cancelar el torneo deportivo más popular del mundo. Imagínese si luego de invertir en sobornos millonarios para orquestar la votación del anfitrión del mundial 2022 todo se viene al desplome. Llegado el caso – si es que llega – a Qatar le quedará manifiesto que hay cosas que el dinero no puede comprar.