Por: Federico Vázquez
La muerte de un líder político de la envergadura de Chávez hace que el debate sobre su figura, sobre su legado, se toque con la palabra “historia”. En el caso de Chávez esta cercanía es particularmente intensa, porque gran parte de su discurso, de su evocación política -el bolivarianismo- se desarrolló como un rescate, como una lectura del pasado venezolano y latinoamericano. Chávez y el chavismo fueron históricos, no sólo por la evidente huella que trazaron en el mapa político, social y económico de la región, sino también porque funcionaron (funcionan) como catalizadores de un pasado continental.
Corría el año 1994 y un joven coronel, delgadísimo y con corte de pelo marcial había salido de prisión después de un intento de insurrección militar dos años antes. Lo primero que hace Hugo Chávez cuando recibe el indulto que lo deja en libertad es viajar a la Habana, donde Fidel Castro lo recibe con honores y lo deja exponer largamente en la Universidad. En el resto del continente Chávez es una figura desconocida o aún peor: apenas un pichón de golpista en medio de democracias que querían olvidar el trauma de las dictaduras.
En esa visita, donde Chávez se define como un “revolucionario”, habla de Cuba como un “bastión” que debía defenderse, pero al mismo tiempo dibujaba una tradición histórica-política propia, independizada del altar marxista clásico. Bolívar, Simón Rodríguez y Ezequiel Zamora (nombres que Chávez repetiría permanentemente como guías de su pensamiento) reemplazan ahora a los nombres de la izquierda internacionalista del siglo XX.
Es un cambio rotundo, que no se explica sólo por las lecturas apasionadas de los héroes nacionales que el futuro Presidente de Venezuela hacía desde sus años de cadete militar. El cambio tiene mucho que ver con algo que a mediados de la década del noventa era todavía un hecho reciente: el fin de la guerra fría, y de un orden ideológico mundial y, de allí, la necesidad de buscar en cada terruño país las causas y consecuencias del presente. Es decir, construir una historia propia.
Bucear en el siglo XIX se volvió una forma de procesar la derrota de los proyectos emancipadores del siglo XX. Bolívar permite volver sobre el punto cero de la integración continental, que durante todo el siglo XX se mostraría como un proyecto imposible, ilusorio.
Volver a esas fuentes fue (y es) interesante, porque esa búsqueda histórica es un aprendizaje que de una manera u otra desemboca en los nudos que ataron al continente a la dependencia, primero, y lo condenaron a la desigualdad, después. Con toda la liturgia a cuestas y las exageraciones casi inevitables que trae la evocación de un pasado lejano, el anclaje de la experiencia política en un pasado continental propia es un salto enorme, que habla también de una mayoría de edad para la genealogía latinoamericana.
El otro cambio sustancial que Chávez llevó a cabo es la valoración de la democracia como un elemento central para la construcción de un proyecto emancipador. En ese sentido, también hay una ruptura (ligada al fin de ese mundo bipolar) con los proyectos revolucionarios del siglo XX, demasiado ligados al formato de la izquierda marxista europea y una consecuente idea de revolución muy estrecha, casi metodológica.
Aquel año, 1994, donde Chávez comparte su matriz bolivariana con los cubanos, es muy particular para América latina. También es el año donde sale a la luz el zapatismo y el Subcomandante Marcos en el sur de México. A la luz de la productividad política de uno y otro, casi 20 años después, cabe preguntarse quién –finalmente- tenía los atributos de “modernidad” y “presente” y quién terminó respondiendo a parámetros menos actuales.
Al fin y al cabo, con un envoltorio novedoso y haciendo también su propia lectura del pasado (remitiendo a una historia milenaria, al borde del mito maya) el zapatismo no pudo huir de la dependencia intelectual del Primer Mundo: asumió como válida la teoría por entonces en boga en las universidades europeas de “cambiar el mundo sin tomar el poder”.
Por el contrario, Chávez supo reconvertir el añejo discurso revolucionario, aparentemente destinado al baúl de las cosas viejas y reinventarlo bajo el nombre de “socialismo del siglo XXI”. Los debates sobre qué significa el término suelen ser poco interesantes, cuando no un mero artilugio argumentativo para decir que sólo es un concepto vacío, útil para que los “populismos” de ocasión lo llenen como se les antoje. Sin embargo, no cuesta tanto entender que el “secreto” es haber sintetizado el ideario de igualdad social con la legitimidad electoral del sistema democrático. Esa síntesis es la que -desde hace una década- pone a las oposiciones latinoamericanas en un no lugar, girando en falso sobre el discurso del “autoritarismo” de gobiernos sostenidos en votos de ciudadanos libres y leyes dictadas por instituciones republicanas.
Chávez fue el primer líder latinoamericano en advertir que, aun en una coyuntura muy adversa, había una oportunidad de ensayar un proyecto alternativo diferente, atravesado por la historia profunda del continente y, al mismo tiempo -o por justamente por eso- nuevo. Chávez fue eso: un líder nuevo, que logró aglutinar a la tradición las izquierdas del siglo XX y ponerlas en función de una reivindicación histórica previa, la de la independencia americana, para de esa manera dar cuenta del desafío que tiene América Latina en el futuro cercano, el de la desigualdad.
Fuente: Télam