Por: Federico Vázquez
La elección de Jorge Bergoglio como el nuevo papa Francisco plantea un conjunto de escenarios desafiantes para América Latina, cuyos gobiernos deberán replantear su relación con las iglesias locales y ver hasta qué punto el rol del máximo pontífice influye en las políticas y acciones futuras de una región que, en el contexto actual, goza de una integración y una autonomía inéditas.
La Iglesia, aun con su crisis de legitimidad acuestas, en un mundo (occidental) donde las prácticas públicas y privadas fueron alcanzando un grado de secularización impresionante en las últimas décadas, es una organización mundial con una historia que empequeñece a otras. Repasemos:
La ONU, la organización más extensa del globo, fue fundada a mediados del siglo XX. Estados Unidos, el país más poderoso del mundo, comenzó a existir hace poco más de 200 años y su lugar como actor central en el contexto internacional no llega al siglo. La Unión Europea, sólo tiene unas décadas de vida. La Iglesia superó los 2.000 años de historia, durante los cuales logró tener un nivel de influencia decisiva en el desarrollo cultural y político, primero en Europa y luego, desde que Colón desembarcó con la espada y la cruz hace 500 años, en América.
Esa influencia fue mermando, pero nunca desapareció. La explicación puede estar, en parte, en los rápidos reflejos eclesiásticos para hacer política en el mundo terrenal. Un ejemplo claro, sin necesidad de salir de la región, es la histórica visita de Juan Pablo II a Fidel Castro en Cuba, en 1998. Hacía menos de diez años que ese mismo papa había sido uno de los factores que ayudaron a desarmar el bloque socialista en Europa, pero su llegada a la isla, lejos de provocar un cambio de régimen como esperaban algunos, fue un signo del fracaso de la política de aislamiento de los gobiernos norteamericanos hacia la revolución caribeña. Incluso más: ambos líderes, desde sus abismos ideológicos, denunciaron los resultados sociales que el neoliberalismo estaba provocando en estas tierras.
La elección de un papa argentino, y por ende latinoamericano, abre un conjunto de escenarios que solo se va a poder vislumbrar con asidero con el correr del tiempo. ¿Cuánto de la agenda papal tendrá como centro a nuestro continente? ¿Qué grado de politización le va querer imprimir Bergoglio a su relación con los gobiernos populares de la región? Lo que se puede decir ahora es que esta elección de la Iglesia coincide con un proceso de integración regional inédito, con gobiernos democráticos que lograron con éxito aumentar su independencia de los poderes fácticos locales, así como la autonomía relativa respecto a los demás poderes mundiales. No es antojadizo pensar que para todos estos gobiernos vendrá un capítulo particularmente intenso en su relación con las iglesias locales, envalentonadas con una jefatura oriunda de estas tierras. Y en la mayoría de estos países, las jerarquías católicas tienen relaciones tirantes con los gobiernos de izquierda, cuando no de franca oposición.
Un ejemplo: durante la campaña presidencial en Brasil -el país con más católicos en el mundo-, la Conferencia Nacional de Obispos Brasileños no dejó de atacar a la candidata del PT, Dilma Rousseff por su posturas progresistas en torno al aborto y el matrimonio entre personas del mismo sexo. Lo cual, además, tuvo la bendición del ex papa Benedicto XVI, quien viajó a Brasil días antes de la segunda vuelta electoral. El intento de injerencia fue tan burdo como poco efectivo electoralmente, aunque sí obligó a moderar el discurso de Dilma sobre el tema, al que siempre consideró un “problema de salud pública”.
Todavía más extrema fue la postura de la Conferencia Episcopal de Venezuela, que apoyó activamente el golpe de Estado contra Chávez en el 2002 a través de su entonces presidente Baltazar Porras.
En definitiva habrá que ver, tal vez, con más detenimiento que las primeras acciones de Bergoglio, en qué medida las iglesias latinoamericanas en cada país asumen la noticia y se posicionan frente a los gobiernos. El carácter eminentemente conservador de esas jerarquías eclesiásticas (bastante más a la derecha que el nuevo papa, por cierto) y el historial reciente donde éstas se ubicaron sin ruborizarse como parte de la oposición, no auguran un futuro tranquilo.
Conceptualmente, más allá de la dinámica concreta que tome en los próximos meses o años, la relación entre la Iglesia y los gobiernos latinoamericanos parece encaminarse a discutir en qué medida se avanza o no en la separación entre Iglesia y Estado. Viejo programa liberal del siglo XIX, tiene todavía evidentes puntos pendientes en América latina. En este sentido, los gobiernos kirchneristas estuvieron en la vanguardia de ese proceso, necesario y profundamente democrático. El matrimonio igualitario mostró hasta qué punto una sociedad mayoritariamente católica quiere al mismo tiempo avanzar en la conquista de derechos civiles, entendiendo que la milenaria organización eclesiástica no tiene porque tener allí una última palabra.
En el mismo camino de separación entre los deberes terrenales de los gobiernos democráticos y los deberes espirituales de la iglesia, todavía queda por resolver la eliminación del obispado castrense, que supone una relación especial entre los hombres de las fuerzas armadas y uno solo de los cultos que practican los argentinos. Esta institución se encuentra en un limbo desde que en el 2005, el entonces obispo castrense Antonio Baseotto sugirió como destino del ministro de salud una piedra al cuello y el fondo del mar, ante lo cual Néstor Kirchner le quitó el reconocimiento oficial y el puesto quedó vacante hasta el día de hoy.
Finalmente, en este proceso de sana separación entre organizaciones de muy distinto orden y naturaleza (el poder estatal, regido por métodos de elección democráticos, contrapesos republicanos, circunscripto a un territorio, y la Iglesia, una monarquía absolutista con un poder simbólico que alcanza a 1200 millones de personas, desparramados por todo el planeta) deberá afrontar discusiones mucho más complejas, como el soporte económico por parte del Estado a las escuelas religiosas católicas o el debate por la despenalización del aborto.
Más allá de esta agenda lógica de temas, que de una u otra manera ya están en el debate social desde hace años, asoma el apresuramiento de algunos actores políticos opositores por presentar la unción de Bergoglio como una esperanza para sus intereses. No parece una forma de acción aconsejable. La sociedad argentina dio muestras de escindir sus plegarias de sus elecciones políticas, como lo demuestra el apoyo que tuvo el gobierno de Alfonsín para sancionar el divorcio en los 80 o el matrimonio igualitario durante el primer mandato de Cristina. Buscar en la Iglesia -como lo hicieran con los medios de comunicación- un discurso que los unifique, los alejaría de cualquier rasgo de modernidad y pulsión democrática.