La reforma judicial impulsada por el Poder Ejecutivo avanza en el marco de un trámite exprés y de restringido debate parlamentario.
En su acelerado recorrido, deja tras de sí los rastros de la evidencia que señalan con claridad que el objeto de esa iniciativa se aleja de las preocupaciones del ciudadano común para internarse y focalizarse en los intereses políticos del gobierno nacional, exclusivamente.
En modo alguno se puede reconocer en su motivación y articulado una orientación destinada a facilitar el acceso a la Justicia a los justiciables y, menos aún, a ofrecerles a los ciudadanos más y mejores métodos alternativos de resolución de los conflictos.
La arquitectura de la reforma judicial es de carácter vertical. Su inspiración se agota en la estructuración de un modo de concebir el ejercicio del poder, reflejado en la síntesis de ese pensamiento que, con meridiana claridad, explicitó la diputada del Frente para la Victoria Diana Conti: “en la democracia la mayoría gobierna en los tres poderes elegidos por el voto popular”.
No se trata pues de una mejora en la administración de justicia, ni siquiera tal circunstancia está contemplada como subproducto. El propósito central de la reforma se agota en lograr la alineación del Poder Judicial y, con ello, la de todos y cada uno de los jueces. El partido político que, circunstancialmente, detenta la mayoría de votos se considera benefactor de esa parte de un resultado. En razón de ello se entroniza titular del todo y aspira a imprimir al nuevo orden la condición vitalicia. Las disquisiciones sobre el carácter contramayoritario del Poder Judicial, de su función de control y balance del poder, resuenan para los promotores de la reforma judicial como conceptos fuera de moda. Y hasta ilegítimos.
Para lograr ese objetivo de mayor control del poder se ha preferido romper el contrato social. Ante todo, se lo ha hecho dándole la espalda a los justiciables. También incumpliendo palmariamente las prescripciones constitucionales y los pactos internacionales suscriptos por el país. Para ello se pretende hacer decir al ordenamiento jurídico aquello que no dice y transformar a las instituciones de la República en lo que no son y hasta hacerles ejercer funciones contrarias a su propia naturaleza institucional.
Así entonces al impulso de la súbita iniciativa del Poder Ejecutivo, en lo sustantivo, la reforma judicial queda reducida al ya nuevo régimen legal que incorpora una instancia procesal más en los juicios. Lo hace por medio de la creación de cámaras de casación en el ámbito nacional y federal de la Justicia Civil y Comercial; en lo Contencioso Administrativo y del Trabajo y de la Seguridad Social. Esta nueva etapa jurisdiccional está llamada a ejercer una función correctiva o dilatoria en la resolución de las causas judiciales, según convenga al oficialismo. En suma: agrega más tiempo de duración en la tramitación de los juicios y amarra su resultado a la arbitrariedad explícita del Estado. La concreción de la justicia a la que aspira el ciudadano será un bien cada vez más costoso, dilatado, remoto y contingente. Asimismo, entre otras cosas, la norma olvida para ello el proceso de transferencia de competencias en curso de la Justicia Nacional a la de la ciudad de Buenos Aires. Lo propio ha hecho al sancionar la ley de medidas cautelares en las causas en las que es parte o interviene el Estado nacional, que en realidad restringe a grado extremo su utilización. Lo hace en detrimento de los particulares y a favor del Estado nacional. Las medidas cautelares han sido castradas. Hoy el Senado convertirá en ley el nuevo régimen del Consejo de la Magistratura y Jurado de Enjuiciamiento de la Nación. De tal forma se consumará la politización más absoluta en la composición y funcionamiento de ese órgano constitucional. Lo hará en detrimento del proceso de designación, sanción y remoción de los jueces que, en definitiva, quedará sometido al devenir propio de las listas sábanas en las elecciones generales. Prueba evidente de ello es que a través del proyecto de la ley del Consejo de la Magistratura se introducirían sustanciales modificaciones en la Ley Electoral nacional. A través de ésta iniciativa legal, en una coyuntura que adquiere ribetes épicos, desde el oficialismo se busca nacionalizar las elecciones legislativas de este año.
Hasta el momento, no han obtenido ninguna satisfacción las voces que desde la comunidad jurídica y la sociedad civil advirtieron sobre la preocupación por las múltiples inconsistencias y severas infracciones legales que plantea la reforma judicial. A ellas, se agregó en estos días la observación al país de la relatora especial de las Naciones Unidas sobre la Independencia de los Jueces, Gabriela Knaul, quien sostuvo que “la disposición sobre la elección partidaria de los miembros del Consejo de la Magistratura es contraria al artículo 14 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos y a los principios básicos relativos a la independencia de la judicatura”.
La reforma judicial, por su contenido y efectos, ha quedado planteada como un ostensible cambio de régimen de gobierno. Explicita sin tapujos el anhelo de sus mentores y coloca a la sociedad argentina ante la instancia más dramática en términos institucionales vivida por el país desde el retorno a la democracia.
Así entonces, tras la pretensión oficial de un paraíso judicial de impunidad y arbitrariedad, por mayoría, el Congreso, sumiso, otorgó la supremacía del poder público al Ejecutivo nacional.
Con ello los derechos y garantías de la Constitución han sido confiscados y secuestrada la forma representativa, republicana y federal de gobierno. El país, además, quedará más aislado al no adecuarse a los estándares internacionales a los que se comprometió y, asimismo, integran nuestro derecho interno.
Ante la definitoria hora institucional que vive el país, quedamos los individuos enfrentados a nuestras circunstancias, las que nos impone la argentinidad. Así pues: a los abogados les cabe la obligación legal de defender el Estado de Derecho, la Constitución Nacional y los derechos humanos; a los jueces, la de ejercer sin remilgos su magistratura controlando la constitucionalidad de las leyes dictadas; a la oposición la de ser el conductor –inteligente y responsable- de la población, último valladar frente a los arduos capítulos que al relato oficial le restan forzar en la crisis institucional en desarrollo.