Mas allá de cualquier consideración subjetiva, nadie podrá negar que el nacimiento de la Argentina como nación soberana y el de al menos dos de sus actuales fuerzas armadas (Ejercito y Armada) son contemporáneas. En rigor de verdad, ambas fuerzas nacen de la convicción criolla de romper con la corona española y la consecuente necesidad de contar con el instrumento necesario para lograr el cometido.
Hacia fines del siglo XVIII la única disciplina marina que tenía su propio instituto de formación era la de navegación mercante, fruto de un visionario Manuel Belgrano que soñó una marina mercante poderosa para conectar el consulado con el resto de mundo civilizado.
El Ejercito y la incipiente Armada libertadora tuvieron, mucho tiempo después de sus grandes victorias bélicas, sus propios institutos de formación profesional.
Pero mucho antes que ello ocurra, la presencia militar en la construcción de la Patria tuvo un papel protagónico y muchas veces (más de las deseables) decisorio a la hora de escribir importantes páginas de la argentinidad.
Luego de las epopeyas libertadoras y de algún conflicto regional con nuestros vecinos, la poderosa estructura militar argentina pasó a fungir como un actor más de los avatares sociales, políticos y económicos del país; bastaría recordar que el máximo líder político de la Nación hasta el presente nunca igualado ha sido precisamente un coronel devenido luego en teniente general.
La actividad de las FFAA en el siglo XX en lo netamente militar tuvo como eje central la ondulante tensión fronteriza con la República de Chile, con su máximo pico en 1978 (conflicto del canal de Beagle), la gesta de Malvinas y las diversas misiones de paz que hasta el presente integran. Asimismo, las fuerzas incursionaron con relativo éxito en tareas de producción para la defensa. Los resultados que pueden resumir esta actividad son: el misil Cóndor, el Tanque Argentino Mediano (TAM) y la fábrica de submarinos Domecq García (sólo por nombrar los tres más emblemáticos).
Adrede se ha dejado de lado la actuación militar durante el llamado “Proceso de Reorganización Nacional”, como los distintos procesos de interrupción del orden democrático sufridos en el país a lo largo del siglo pasado, para fijar la atención del lector en el objetivo central de este comentario.
El advenimiento de la democracia en 1983 encontró al país con unas fuerzas armadas con equipamiento relativamente moderno aunque diezmado en parte por la derrota militar en Malvinas. Para el caso de la Armada, las bajas más significativas sufridas (en lo material) fueron el crucero ARA General Belgrano (un buque veterano de la Segunda Guerra Mundial), el submarino ARA Santa Fe, 13 aeronaves de la aviación naval y un par de buques mercantes bajo pabellón militar sin equipamiento de combate, además de armamento y embarcaciones menores de nuestra infantería de marina. Queda sobreentendido que la pérdida más importante en esta, como en toda guerra, estuvo dada por los 649 militares y civiles que ofrendaron su vida en el Atlántico Sur.
Pero la siempre recordada y festejada llegada de un gobierno legítimamente elegido por el voto popular marcó también el inicio de un sordo conflicto con ribetes ideológicos, filosóficos, políticos y sociológicos muy difíciles de descifrar y que hasta el presente no parece encontrar una solución.
Entre las primeras medidas de “política militar” encaradas por el gobierno de Raúl Alfonsín se dispuso la desactivación del proyecto Cóndor, se cerró la fábrica de tanques TAM y se paralizó la fase final de construcción del primer submarino argentino, el que aún yace en el hoy astillero Almirante Storni con alguna secreta esperanza de ser terminado algún día.
Asimismo la prohibición de participación de las FFAA en tareas de seguridad interior y la unilateral decisión de la Argentina de no tener más hipótesis de conflicto con ningún país vecino o de la región parecen haber dejado sin mucho sentido la necesidad de contar con fuerzas militares regulares.
En el caso concreto de la Armada Argentina, los recientes hechos relacionados con la Fragata Libertad, las corbetas Espora y Spiro, el destructor Santísima Trinidad y el trasporte Canal Beagle han acercado a la sociedad en general detalles no muy conocidos sobre las actividades de esta fuerza militar y al mismo tiempo han despertado muchas dudas en algunos sectores sobre la razón de ser su actual existencia.
Entre las dudas más comunes hemos escuchado:
- ¿Para qué queremos una marina de guerra si no hemos de pelear con nadie ?
- La flota de mar no tiene presupuesto para navegar, los aviones no vuelan y los submarinos no se sumergen, todo es un enorme gasto sin sentido ni utilidad.
- ¿No puede la Prefectura Naval hacerse cargo del control del mar y prescindir de una fuerza naval?
- ¿Para qué queremos una Fragata Libertad “paseando por el mundo” si nuestra proyección naval a lo sumo es regional?
Y una larga lista de interrogantes tanto o más atendibles que los arriba expresados y que abonarían sin dudar la drástica y tajante decisión de terminar con una actividad innecesaria y onerosa para la Nación.
Tal vez del otro lado exista una sola razón para opinar lo contrario; o más bien 2.800.000 razones en una. Ese número mágico es el equivalente a la superficie en kilómetros cuadrados de nuestro mar continental argentino, cuya riqueza en superficie, lecho y subsuelo es absolutamente nuestra y la que mediante una brillante labor de nuestros diplomáticos de carrera estamos a punto de ampliar en más de un 50% en los próximos años, con lo que nuestra superficie marítima superará a la continental.
Por estos días una publicidad de una fundación dedicada al cuidado del mar repite sin descanso “el mar continental es tan tuyo como las calles de tu barrio”. La pregunta sería entonces: ¿es racional que el Estado nacional dejara de custodiar y de ocuparse de las “calles” de ese barrio llamado Mar Argentino?
Entrando en el año del 30º aniversario de la recuperación de la democracia, pareciera ser que la sociedad argentina -o su dirigencia al menos- no ha sido capaz de diferenciar el rol político que detentaron los militares argentinos, con la razón de ser de las fuerzas armadas como instituciones de la Patria.
No podrá negarse que el grado de deterioro y decrepitud del material naval es más que preocupante y que así como no puede achacarse a un solo gobierno, deberán pasar varias gestiones gubernamentales con voluntad de recuperarlo para que la marina vuelva a ser medianamente operativa.
Pero sin llegar al extremo de formar a nuestros marinos entonando cantos xenófobos hacia nuestros vecinos, resulta perentorio que como primer paso en la reconstrucción de nuestro poder naval nos preguntemos (asumiendo que la necesitamos) qué tipo de marina queremos y cuáles serán sus roles primario y secundarios en la defensa del patrimonio e intereses de la Nación.
A partir de allí, podremos definir cuáles son las unidades de superficie, aéreas y submarinas que necesitamos en base a los intereses a proteger. Qué cantidad de hombres y mujeres la han de integrar, cuál será su despliegue. Como así también si al igual que muchos otros países (Chile entre ellos) se deberá contar con fuerzas de reserva naval que no generen gasto en tiempos de paz pero que sean rápidamente convocadas en caso de necesidad.
Es necesario también marcar claramente una línea divisoria con la labor de la imprescindible Prefectura Naval Argentina, legítima autoridad marítima del país y una fuerza federal de seguridad con un alto nivel de profesionalismo. Los conceptos de defensa y seguridad son diferentes y se deben aplicar tanto al territorio seco como al marítimo.
Nuestro país ya perdió prácticamente su marina mercante de bandera, la que no sólo aseguraba la soberanía en el trasporte de nuestro comercio exterior (5000 millones de dólares se pierden cada año por transportar nuestras exportaciones e importaciones con buques de bandera extranjera), sino que además era un componente fundamental del poder naval de la Nación ya que ninguna fuerza naval militar tiene en su elenco permanente de buques los necesarios para afianzar el abastecimiento de pertrechos, combustible, víveres y personal cuando se encuentra en operaciones, siendo los buques mercantes de bandera los que se transforman en el sostén logístico de las fuerzas navales, tal como ocurrió en Malvinas (cuatro buques civiles fueron hundidos y 16 marinos mercantes murieron en actos de servicio entre abril y junio de 1982).
No cometamos el mismo error con la marina miliar. Hasta aquí el óxido, la corrosión y la falta de mantenimiento por restricciones presupuestarias han afectado solo a los “fierros”. La marina conserva -por ahora- su bien más preciado: el amor de su gente por nuestra patria y por su profesión.