La historia reconoce que el origen de la palabra “soldado” guarda relación con el vocablo solidus, que remite a la moneda de oro del Imperio Romano, llamada también moneda sólida y que era la que recibía la tropa romana como retribución a sus tareas al servicio del Imperio. La historia nos cuenta también de ciertos reclamos de carácter “gremial” que la tropa de Roma tuvo que realizar para que se le reconociera el derecho a cobrar en moneda fuerte para garantizar el bienestar de sus familias si no volvían de la guerra.
Podríamos irreverente y apresuradamente concluir que el soldado romano arriesgaba la vida a cambio de un buen sueldo.
Curiosamente “sueldo” reconoce el mismo origen que “soldado” y a 1.500 años de la caída del Imperio Romano de Occidente, en un rincón de la América del Sur sucede algo parecido pero diferente: aquí no hay emperadores pero tenemos una reina (nos referimos a Máxima, claro está); está abolida la esclavitud aunque no el trabajo en negro en el propio Estado; no hay circo –aunque sí corso– y nuestros hombres de armas no pelean a cambio del salario sino que pelean para intentar cobrarlo, sin más armas -gracias a Dios- que un legítimo reclamo.
Maquiavelo en El Príncipe dijo algo así como: “Pobre del gobernante que desatienda a la soldadesca”. Podemos estar tranquilos: en la Argentina del siglo XXI si a algo no hay que temerle es a nuestros uniformados, sean militares, policías,bomberos o boy scouts.
Así como en alguna otra columna señalamos que sería importante que el país defina exactamente qué fuerza naval desea tener y para qué la utilizaría, hoy nos proponemos esbozar los lineamientos generales del conflicto salarial de nuestras fuerzas armadas y de seguridad.
El 2 de abril de 1980 era martes. Con jóvenes 21 años cumplidos ese mismo día, le pedí permiso al teniente de fragata que manejaba la lista de guardia de cadetes en la Escuela Nacional de Náutica para cambiar la que me correspondía ese día para el día siguiente, ya que era mi cumpleaños. La respuesta fue un rotundo “no” seguido de una sanción. Pensé que jamás iba a comprender esa “irracional” respuesta. Pero exactamente a los dos años la entendí.
En la mañana del 2 de abril de 1982, mi festejo de cumpleaños fue interrumpido por un hecho mucho más grave que una guardia de cadete. Ese día entendí que mi vida y mi profesión eran distintas a las de mis ex compañeros de colegio secundario, y que ser marino implicaba mucho más que cumplir con un horario o un período de servicio a bordo de un buque.
La vida del marino (mercante o militar), la vida del médico, la del maestro, la del policía y la de tantos otros tiene ribetes que las sacan del común: no son simples profesiones, son estilos de vida para quien las elige y para sus familias.
Dicho esto, podemos abordar la situación concreta de miles de uniformados (militares y policías) que desde hace muchos años vienen sufriendo distorsiones salariales que siempre han sido reparadas en forma precaria, con suplementos no remunerativos que terminaban convirtiendo la masa salarial en un rejunte de ítems intrincados y que inexorablemente desaparecían a la hora del retiro, transformando la jubilación en algo más parecido a una limosna que a un sueldo.
Así comenzó un penoso y largo período en el que los soldados debieron iniciar juicios contra ese Estado representado por la bandera que un día ante la pregunta “¿Jurais a la Patria seguir constantemente su bandera y defenderla hasta perder la vida?”, le consagraron precisamente eso, su vida.
Lo demás es ya conocido, sueldos bajos para quienes se resistieron al recurso judicial del amparo; salarios mejores (amparo mediante), lluvias de bonos para pagar sentencias por ajustes, promesas de mejoras, aumentos anunciados en cenas de camaradería pero nunca cumplidos y finalmente dos decretos de regularización salarial, con una buena intención en el fondo, pero con errores insalvables en las formas que llevan a la actual situación de crisis, una crisis exclusivamente acotada a una cuestión salarial, sin ninguna otra connotación institucional.
De la mano de la democracia les “enseñamos” a nuestros militares que algunos de los derechos que siempre se arrogaron ya no existían más. Eliminamos el Código de Justicia Militar, se terminó con el sistema de identificación personal diferenciado al del resto de la población, como así también con la portación de armas en la vida civil, entre otras cosas. Pero como contrapartida le dimos otros derechos. Se crearon las oficinas de género, se le posibilitó a la mujer acceder a los mismos escalafones que a los hombres, se permitió el casamiento igualitario, se eliminó la obligación de pedir la famosa “veña de enlace” y, en definitiva, les dijimos: “soldados, son ustedes ciudadanos de uniforme” (ni menos, ni más).
Y está muy bien que así sea.
Pero ante tanto despliegue de derechos eliminados y adquiridos, al parecer alguien olvidó pensar cómo hacer para no obligar a un ciudadano de uniforme a reclamar por su sueldo usando los métodos de los ciudadanos vestidos de civil.
Tal vez porque educación, salud, seguridad y defensa son tareas indelegables del Estado, resulte tan penoso ver a maestros, médicos, policías y militares reclamando por su salario. Ellos son quienes nos forman, nos sanan, nos cuidan o nos defienden. ¿Lo entenderán nuestros gobernantes?
El soldado debe necesariamente darle la espalda a su pueblo en una sola circunstancia: cuando empuña sus armas para defender a la patria. Él va adelante con su fusil y detrás suyo la ciudadanía se refugia del enemigo. Nadie podría imaginar hoy que un soldado desenfunde su arma para otra cosa. Llevarlos a la situación de alzar la voz para defender el pan de sus familias no los denigra a ellos. Nos degrada a todos como sociedad.
Ver uniformados reclamando por sus derechos laborales no es algo grato a la vista. Nos hace ruido ver al portador de un uniforme de la patria, con la cara tapada o enarbolando otra cosa que no sea el pabellón nacional durante un desfile.
Debemos hacer todo lo posible por encontrar una solución de fondo para una porción de empleados públicos que por esa particular situación de integrar fuerzas armadas o de seguridad no pueden, no deben y no merecen alterar las rígidas pautas que la verticalidad de su profesión les impone.
No se trata de convertir a los uniformados en héroes, en víctimas o en mártires. Hablamos simplemente de cumplir lo que la democracia se propuso. Convertirlos en ciudadanos, incluyendo ese delicado equilibrio entre obligaciones y derechos.