Nativos digitales. Así se suele denominar a todos los niños y adolescentes nacidos con posterioridad a la revolución de la tecnología informática y comunicacional de los últimos años. Ellos no pueden concebir que alguna vez el mundo funcionara sin internet, sin Facebook, sin smartphones y otras exquisiteces de la modernidad más vanguardista.
Podría entonces -con ese mismo criterio- autodefinirme como “nativo femenino naval”, ya que mi ingreso al mundo de la marina, allá por 1978, fue correlativo al ingreso de las primeras mujeres que habían aceptado el reto de romper con 26 siglos de tripular los buques con “caballeros del mar”. Por ello, me cuesta imaginar una Marina sin mujeres.
Intentar rendir un homenaje a la mujer y en particular a la porción de ellas que se atrevieron a incursionar tal vez en el último bastión masculino del siglo XX, manteniendo una posición de equilibrio entre mi natural machismo y una amplitud de mente sospechada de ser “ilégitima”, es una tarea bastante complicada y con resultados inciertos.
Un poco de historia naval femenina
La relación de la mujer con el mundo militar en general, y la actividad naval en particular, fue durante 2500 años la de paciente compañera que esperaba el regreso del hombre a su hogar luego de largas campañas o travesías, atendiendo la casa y criando a los hijos, y siendo además de madre una suerte de padre sustituto.
Las dos grandes guerras mundiales podrían ser tomadas (salvando algún antecedente anterior) como el primer acercamiento femenino al mundo de los uniformados, si bien es cierto que en tareas ajenas al combate y mayormente relacionadas con la administración de personal, la sanidad y la Justicia militar.
Alemania e Israel a su turno fueron países pioneros en la captación de la mujer en tareas de “acción”.
Las “marineras” argentinas
En la década del 70 la Armada Argentina comenzó a madurar la incorporación de la mujer a las filas de la institución (ya existían empleadas civiles al servicio de la fuerza). Fue así que se comenzó a trabajar en diversos planos, se autorizó la creación de un liceo naval femenino, y hacía 1979 se incorporaron las primeras suboficiales y oficiales en los cuerpos auxiliares y profesionales. Pero todavía sin la pretensión de embarcar en una unidad naval.
Nadie podrá quitarles a aquellas veinte pioneras que ingresaron en 1978 a la Escuela Nacional de Náutica, dependiente de la Armada Argentina, el privilegio de ser las iniciadoras de una carrera que finalizaría invariablemente en su integración a la plana mayor de buques de todo tipo.
Durante las largas semanas que duró el período de “reclutamiento” (palabra hoy prohibida en la terminología naval), decenas de oficiales procedentes de los más variados destinos de la marina y de otras fuerzas venían a ver a esos “bichos raros” que hacían movimientos vivos al ritmo de los varones y a las que los reglamentos de la época habían hecho rapar al igual que el conscripto más novato.
Los manuales de ingreso, los uniformes, las causas de aptitud o ineptitud física, los alojamientos y, sobre todo, los buques no estaban preparados para ellas. Una loca idea de un par de almirantes que sin duda no iba a funcionar.
¿Serían cadetes o cadetas? Al recibirse serían tratadas como “señor” o como “señora”. Un marino podía rendir honores a una reina pero ¿a una oficial?
Tal vez la situación más temida era la referida a una condición que una vez producida admitía sólo una acción posible para con la “causante”. El embarazo era equivalente a la baja inmediata.
Quien escribe estas líneas fue severamente castigado por infringir la norma no escrita que prohibía dirigirles la palabra a esos extraños seres. En mi caso la sanción fue agravada por haber besado en la mejilla a una compañera.
Asimismo eran periódicamente sometidas a “charlas de orientación vocacional” en las que se les explicaba lo que podrían llegar a sentir si el buque que algún día tripularían se incendiaba o se hundía y cómo eran las distintas formas de perecer en alta mar (todas muy tremendas por cierto).
No faltaban los consejos sobre las futuras desventuras familiares, la imposibilidad de tener hijos, lo que pasaría con sus parejas cuando las vieran embarcar en naves repletas de rudos marineros, las exigencias de fuerza física y hasta lo que engordarían con la comida de abordo. Todo ello mientras aprendían a cantar, orgullosas, la vieja marcha naval “Caballeros del Mar”.
Pero estaban allí. Habían llegado para quedarse y para demostrar que podían ser mujeres y marinas.
Luego se incorporarían a las escuelas de suboficiales y de oficiales de la Armada y de las otras fuerzas. Pocos días atrás también nos enteramos de que integrarán los escalafones más duros del Ejercito Argentino
26 siglos sin ellas y 35 años compartiendo con nuestras marinas; buenos vientos, días de sol y mar calmo, noches de tormenta y aguas embravecidas. La tristeza al partir y la alegría del regreso. Se iniciaron como enfermeras, como oficiales de comunicaciones y de intendencia. Hoy comandan buques y gobiernan sus salas de máquinas en un pie de igualdad con sus pares masculinos. La distancia entre ambas cifras es casi tan escalofriante como lo es la velocidad del cambio en nuestra mentalidad.
Un homenaje especial
Entre el 2 de abril y el 14 de junio, casi una docena de mujeres se pusieron la patria al hombro y partieron en distintos buques hacia Malvinas. Tuve el honor de compartir la misión con dos de ellas. No hay aún una marcha militar que mencione su rol en un teatro de operaciones; tampoco hubo hasta el presente un justo reconocimiento por parte de las máximas autoridades de la Nación a la presencia femenina en la gesta del Atlántico Sur, a pesar de la siempre tan declamada política de igualdad de género. Tal vez porque los hombres no hemos difundido lo suficiente su destacada labor. Nunca es tarde para cambiar el rumbo.
En este 8 de marzo, “Día Internacional de la Mujer”, este homenaje es insoslayable. A lo largo de algo más de tres décadas de esfuerzo se han ganado más que sobradamente el calificativo de “Damas de la Mar”.