Un cuento naval con final no feliz

Fernando Morales

Resulta cada vez más difícil en la Argentina actual adivinar con una mínima antelación cuál será la urgencia que ocupará la atención de gobernantes y gobernados en las próximas 24 horas.

¿Nos embargarán un avión? ¿Se inundará otra vez la ciudad? ¿Algún escándalo en el fútbol o tal vez algún nuevo adolescente megamillonario nos intentará explicar cómo hizo su fortuna jugando con la Play Station en los ratos libres?

Así las cosas, buscar el momento propicio para ocuparnos de lo importante parecería  ser una tarea casi imposible aun para los mortales comunes, para aquellos que cada mañana sólo intentamos hacer nuestro trabajo lo mejor posible pero que no podemos abstraernos de la siempre dominante “coyuntura”.

Quiero pensar -necesito y deseo pensar- que algo así debe haberles pasado a las autoridades económicas de nuestro país para haber sido protagonistas del gran desatino que paso a narrarles en una suerte de “Triste historia naval”.

Había una vez un grupo de naciones de la América del Sur que un día manifestaron firmemente su vocación de unir esfuerzos, políticas e intereses para conformar un poderoso polo regional que permitiría, entre otras cosas, obtener ventajas comparativas enormes a la hora de negociar frente al mundo. Asegurando bienestar y progreso para una población regional de cientos de millones de habitantes.  Se unieron y al fruto de esa unión lo llamaron “Mercosur.

Casi los mismos entusiastas países con alguno más decidieron aprovechar las riquezas hidrográficas de la región y conformar una “autopista húmeda” por la que transitarían buques y barcazas de la región y de otras partes del mundo llevando y trayendo mercancías a costos razonables y de manera eficiente, potenciando además el uso de mano de obra regional al fomentar el crecimiento de las marinas mercantes y las industrias navales de todos sus miembros. La llamaron “Hidrovía.

Tan contentos estaban que fueron por más y también formaron otra unión supranacional a la que pomposamente denominaron “Unasur” y para todas estas iniciativas, redactaron  reglamentos, designaron autoridades, construyeron edificios y se lanzaron a la hermosa aventura de vivir todos juntos y ayudarse, protegerse y blindarse contra las inclemencias de los países malos que se quisieran aprovechar de sus debilidades individuales.

Contaban  también con los servicios de un gran banco regional que si bien era anterior a este emprendimiento, garantizaba créditos para el desarrollo industrial de la región.  Se llamaba, casualmente, “Banco Interamericano de Desarrollo”, y en confianza lo apodaban “BID”.

Y ocurrió un día que, en medio de una creciente necesidad de contar con una enorme cantidad de barcazas para navegar por esa hidrovía de todos, el más carioca de los socios, dueño de una empresa minera de nombre “VALE” , encaró un ambicioso plan de construcción para barcazas a las que le sumó la nada despreciable cantidad de ocho remolcadores para empujarlas.  Recurrió para afianzar sus órdenes de construcción a los servicios de ese banco apodado “BID” ya que la obra en su conjunto representaba algo así como 400 millones de dólares (esos que por estos días son parte de aquellas urgencias argentinas de las que hablaba al principio).

El socio en cuestión comisionó a los directivos de la minera VALE a viajar Lejano Oriente para obtener allí las condiciones más ventajosas para construir sus barcas y barcos, olvidando que un poco más al sur sus hermanos rioplatenses se encontraban ávidos de ser consultados sobre si estaban en condiciones de satisfacer sus necesidades.

Los señores del BID, en su calidad de “hermanos mayores” siempre atentos a evitar peleas entre socios por cuestiones menores, recordaron sabiamente que un país de la región que desea un crédito para encarar obras o inversiones que impliquen mano de obra o materiales provenientes de otras regiones, debe inevitablemente tener el consentimiento de los otros “vecinos del  barrio”, quienes, si se sienten en condiciones de satisfacer aquello que se busca “afuera” en condiciones similares, tienen poder de veto, lo que asegura que el trabajo que se genera en la zona sea ejecutado por trabajadores y empresarios de esa zona.

Así que fue que llegó a la Reina del Plata una consulta para saber si acá -en el lejano sur- en esta tierra rica en talento industrial, con astilleros nacionales deseosos de poner en marcha sus maquinarias y obreros dispuestos a empuñar las herramientas que transforman mórbidas laminas de hierro en estructuras flotantes que se desplazan con garbo por los ríos y los mares del mundo, no había nada que decir, que objetar o si -simplemente- no nos interesaba el tema. Recordemos que la opinión requerida era absolutamente vinculante para el BID a la hora de otorgar o no el crédito solicitado.

Y así fue que la consulta fue a parar a un escritorio de un funcionario muy importante pero que seguramente estaba ocupado en otras cuestiones, tal vez en esas urgentes de las que antes hablamos. Es muy probable que estuviera diagramando un agresivo plan para evitar que un turista lleve consigo un solo dólar más que los permitidos para viajar, o quizás viendo cómo detectar qué trae ese turista en la maleta cuando regresa o casi seguramente cómo hacer para que de un cajero automático en el exterior los argentinos no extraigan divisas.

Y toda esa demora originó que  la consulta que el amigo BID hiciera llegar no fuera respondida en tiempo y forma y 400 millones de dólares (equivalentes a 4.100 kg, porque ahora se los pesa, ¿no?) serán invertidos efectivamente en astilleros del lejano, lejanísimo Oriente y en unos meses comenzaremos a ver nuestro río Paraná surcado por barcazas chinas y remolcadores turcos, sin disfrutar del efecto multiplicador de nuestra industria naval y sin contar con muchísimos dólares en nuestras arcas, esos que olfatean en nuestros bolsillos los “usureros” canes de la AFIP.

Y mientras ello ocurre, por estas latitudes seguiremos dictando conferencias, organizando seminarios y armando giras expedicionarias a remotos rincones del mundo para tratar de potenciar nuestro comercio exterior y nos mantendremos tan ocupados que cuando alguien golpee a nuestra puerta para ofrecernos un negocio, no tendremos tiempo de atenderlo.

Colorín colorado, ¿este cuento ha terminado?