Es muy probable que sean pocos los que -abstraídos de las cuestiones cotidianas- se hagan un tiempo para recordar que entre el primer día del mes de mayo y el 14 de junio los argentinos nos encontramos en conmemoración permanente.
En efecto, esas dos fechas marcan el inicio y cese respectivamente de las acciones de guerra en el Atlántico Sur. Luego de la heroica entrega del capitán Giachino el mismo 2 de abril, fue recién un mes después que la Argentina se enfrentó realmente cara a cara con toda la potencialidad bélica del enemigo.
Es así que en cada uno de estos 44 días se cumplirán 31 años de distintos hechos, gloriosos algunos, tristes otros y trágicos algunos más. El 2 de mayo recordamos el hundimiento del Crucero General Belgrano, el 9 el del pesquero Narwall, el 10 el del transporte ARA “Isla de los Estados” y así sucesivamente hasta llegar al 14 de junio, día en que la realidad le pegó un cachetazo a la sociedad argentina no combatiente, que en su mayoría había comprado “el relato” oficial.
Resulta insoslayable resaltar que durante aquellos 44 días fueron muchas las muestras de valor, profesionalismo, ingenio y victorias parciales puestas de manifiesto por nuestros combatientes. No es un dato nuevo el hecho que el alto mando inglés llegó a exteriorizar a las autoridades políticas británicas su preocupación por las cualidades y determinación de las tropas argentinas y que tal vez si algunos de nuestros “aliados” se hubieran mantenido simplemente neutrales, las cosas podrían haber sido distintas.
Pero tampoco podemos olvidar cuál era la situación de nuestro país en el contexto internacional por aquellos días.
La Argentina se encontraba en manos de un hombre “difícil”, poco afecto a escuchar consejos y que reunía en su entorno a gente muy acostumbrada a pronunciar un sumiso “sí” antes que arriesgarse a enfrentar su ira. No obstante, llegó a cosechar aplausos por una considerable porción de la ciudadanía, por cuestiones que exceden al marco de esta columna.
Asimismo, por diversas circunstancias, en aquellos días las relaciones con nuestros vecinos de la región no era buena; veníamos de un serio conflicto con la república de Chile, ninguneábamos a Uruguay y manteníamos una fría relación con Brasil. En el contexto extrarregional, los Estados Unidos miraban con preocupación la situación argentina por las cuestiones relacionadas con los derechos humanos, obviamente la sutil ayuda ofrecida por el bloque soviético no podía ser aceptada por cuestiones ideológicas y no era lógico suponer que Europa terciara a nuestro favor en una contienda con un miembro del Viejo Continente (allí los compromisos regionales sí funcionan).
Por su parte, si bien la sociedad local se mostró solidaria, como siempre lo hace, a la hora de enviar ayuda a quienes lo necesitaban, se encontraba dividida entre los que consideraban la movida bélica del proceso como una locura absoluta y los que llenaban las horas narrando cómo el poderío naval inglés sucumbía inexorablemente ante nuestras fuerzas militares y vislumbraban un “Galtieri eterno”.
Millones de “entusiastas combatientes hogareños” seguían las alternativas por televisión; los canales, controlados por el Estado, difundían los sucesivos éxitos, sin conceder fracaso alguno. Nos iba de maravillas hasta que un día sin saber cómo ni por qué nos avisaron que todo había terminado con resultado no positivo.
Luego sobrevino la frustración, la indignación ciudadana, el regreso oculto de nuestros héroes y mártires, la búsqueda de responsables entre los generales de la derrota (nunca mejor utilizada esta frase por lo general metafórica) y un aceleradísimo fin de ciclo que desemboco en el retorno del país a la democracia tan anhelada.
Han pasado 31 años. ¿Cuántos millones de hombres y mujeres ya adultos habitan hoy nuestro país y por obvias cuestiones de edad no recuerdan aquellos días o ni siquiera habían nacido? Tal vez a ellos les cueste un poco más imaginar a la Argentina de aquellos años. Nunca es lo mismo haber leído sobre algo que haberlo vivido.
La guerra es tal vez junto a las grandes catástrofes naturales y las convulsiones internas graves uno de los hechos que ponen a prueba a las sociedades, a gobernantes y gobernados y de las que necesariamente deberían surgir aprendizajes que hagan al conjunto más fuerte, más sabio, más unido y que lo tornen mucho más apto para afrontar nuevas contingencias.
Cuando, por el contrario, grandes sacudones sociales no llegan a penetrar en lo más profundo del inconsciente colectivo, la tragedia no deja aprendizaje y la sociedad tenderá a comportarse de la misma forma ante situaciones que si bien puedan ser distintas en las formas, las expongan a las mismas consecuencias finales.
Año 1982, días de guerra. Soberbia, autoritarismo, fractura social, relato oficial, exitismo, negación de la realidad, empecinamiento en el error, aislamiento regional e internacional, sensación de triunfo. Derrota final. Frustración, decepción y esperanza ante un nuevo ciclo.
Año 2013, días de furia. Sin llegar a hacer odiosas comparaciones, sería bueno que todos nos preguntemos si hemos aprendido algo de los errores del pasado. Cada uno de nosotros sabe a qué me refiero.