Hacía varios años que no visitaba Panamá, país emblemático por su canal bioceánico, por tener una de las flotas de buques mercantes más grandes del mundo y últimamente por ser la Meca de la marroquinería argentina.
A pesar del tiempo transcurrido, me resultó fácil ubicarme en sus calles típicas, distinguir los carteles indicadores de sus principales arterias y recordar rápidamente su “marca registrada”, eso que hace a la cultura institucional de una ciudad y que permanece (o debería permanecer) inalterable a través del tiempo. Vamos con un par de ejemplos: si decimos “La gran manzana” hablamos de New York; si decimos “La ciudad luz” asoma París sin lugar a dudas; y si referimos a “La Reina del Plata”, se nos pianta un lagrimón al recordar a nuestro Buenos Aires Querido.
Ahora, aquellos lectores que conocen las tres megaurbes puestas como ejemplo, tal vez notaron que sólo en una el cambio de signo político de sus ocasionales man-da-ta-rios (es decir, personas elegidas para mandar en nuestro nombre) impactan directamente en el marketing ciudadano. Hoy Buenos Aires se identifica con el color amarillo PRO (no de progre), pero la señalética partidaria copó la identidad de la ciudad. Antes, Buenos Aires era una ciudad con “actitud” de acuerdo con la visión de Jorge Telerman. Anteriormente, Anibal Ibarra hizo lo suyo y así todos y cada uno de los que pasaron, quienes gastaron millones de pesos de todos nosotros para hacer cada uno de ellos una “cirugía estética” citadina que, con ínfulas de definitivas, terminan durando lo que dura una gestión.
Miremos ahora una foto cualquiera de la Casa Blanca. La notaremos inalterablemente blanca; de Bush a Obama y de Kennedy a Reagan. ¿Hace mucho que no pasa por la Casa Rosada de noche? Con todo respeto, parece un burdel. ¿De donde salió la idea de enmascarar todos los edificios públicos con luces de colores? ¿Quién se adueño de la plaza Colón y por qué? ¿Y el Planetario? ¿Y el Monumento a los Españoles? ¿Quién fija la prioridad y razonabilidad del gasto público?
¿Donde está escrito que el ocasional ocupante de un despacho correspondiente a la Presidencia del Senado puede quitar pisos de noble madera y colocar cerámica o piso flotante y poner un jacuzzi que luego debería sacar por no ser ni nac ni pop?
¿Por qué en todos los niveles y bajo todas las ideologías, quien accede a un cargo público un poquito más arriba que jefe de sección, en lugar de arreglar el país se ocupa primero de arreglar su despacho, que seguramente su antecesor ya había arreglado? Pensarán los estimados lectores que los aires tropicales alteraron mis neuronas; pero creo que el fondo de esta actitud esconde algo mucho más grave que la vocación decoradora de nuestros funcionarios. Lo que nos están diciendo es: señores acá mando yo, el poder es mío mío y sólo mío. No soy su mandatario, soy su mandante que no es lo mismo. Como la idea me quedó dando vueltas y antes de hacer mi catarsis, intenté averiguar un poco y descubrí no con poco asombro que en algunas cosas el mundo la tiene más clara que nosotros.
Y les repito, no se trata de buscarle el pelo al huevo, sino de llegar a la conclusión de que nos falta mucho para ser políticamente adultos y responsables. Ya ve, no traje hoy ninguna novedad del mundo naval, ninguna lección de historia marinera, ni ningún brillante plan para optimizar la balanza de pagos por intermedio del negocio marítimo. Simplemente quise aprovechar esta formidable vía de comunicación para compartir esta vivencia y para pedir a todos los que manejan los recursos (que son escasos y de todos) que por favor no rompan más… (Queda claro que hablo en términos de albañilería, ¿no?).