Si su llegada al cargo fue cuando menos imprevista, la partida del ministro de “Defensa” Arturo Puricelli constituye el dilatado pero previsible final de una gestión que resultó catastrófica para la ya alicaída defensa nacional.
Una cosa es manejar una fábrica militar en Córdoba (allí estaba Don Arturo) y otra muy distinta es hacerse cargo de la extremadamente compleja gestión de un ministerio que carga además con la cruz de tener a su cargo al “anti ícono K” por excelencia: el recurso militar de la Nación.
No es novedad afirmar que en los últimos años la relación del poder político con el “poder militar” ha sido por demás conflictiva y hasta impredecible.
Se preguntará el lector cómo me atrevo a hablar de poder militar, dos palabras cuya combinación puede ser tildada por estos días de ser políticamente incorrecta; pero creo que allí radica fundamentalmente el error conceptual de la cosa.
El poder militar de la Nación no tiene que ver con el poder de los militares de La Nación. El primer concepto es netamente estratégico, el otro prefiero no definirlo, pues los propios uniformados ya han dado sobradas muestras sobre su vocación democrática y sus deseos de integrarse plenamente al resto de la sociedad.
Pero al parecer, el poder militar de la Nación del que hablamos se ha ido deteriorando en forma constante, desde el advenimiento de la democracia, constituyendo una suerte de inadecuada “vendetta” del poder civil hacia las instituciones militares por los errores del pasado cometidos por hombres que ocasionalmente las condujeron.
Si los barcos no navegan, los aviones no vuelan y los tanques no se mueven, no estamos castigando a almirantes, brigadieres y generales; estamos sometiendo a un grave riesgo al país y a sus habitantes, que en su inmensa mayoría obviamente son civiles.
Si ocultamos a nuestros soldados en las fechas patrias y los reemplazamos por cantantes de rock que se ornamentan con los símbolos patrios extranjeros, tendremos tropas contentas por haber podido disfrutar del feriado en familia, pero estaremos bastardeando el recuerdo de aquellos uniformados que regaron con su sangre el hoy bicentenario “árbol” de nuestra independencia.
La gestión del ministro Puricelli ha sido cuanto menos desafortunada. Nada de lo que se propuso hacer le salió bien: Fragata Libertad, rompehielos, Santísima Trinidad, pésima relación con los generales más conspicuos del ejército, y varios etcétera que tienen su frutilla en la desastrosa campaña antártica, habrían sellado su suerte hace ya varios meses. La justicia, por su parte, no para de recibir carpetas con información sobre irregularidades varias en las contrataciones destinadas al continente blanco.
Es evidente que su paso a “Seguridad” constituye un exilio dorado ya que el manejo de la cartera hace mucho que está en manos del teniente coronel médico Sergio Berni; y que la salida de la Dra. Nilda Garré constituye un exilio aún mayor y más dorado ya que pasará a degustar canapés variados y vinos delicados en reuniones tan protocolares como poco efectivas e intrascendentes.
¿Y la defensa?
El manejo de las “cuestiones de Estado” implica tener la agudeza necesaria para mirar lo que nadie ve, olfatear lo que no se huele y bucear en profundidades nunca alcanzadas por el ciudadano común.
Así las cosas, el político sabe que construir hospitales, escuelas, rutas y viviendas rinde frutos exponencialmente mayores a los que se obtienen repotenciando destructores, modernizando aeronaves o reequipando a la infantería.
Ahora, el estadista además sabe que todo lo mencionado en segundo término resulta fundamental para proteger entre otras cosas lo resumido en el primero.
Y es una verdad de manual que dotar a un país de un instrumento militar acorde a su desarrollo socioeconómico y a sus recursos a proteger no significa alentar la guerra sino, por el contrario, preservar la paz.
Veámoslo de esta manera: la defensa es a la Nación lo que la prepaga o el seguro del auto es para cada uno de nosotros. Tratamos de contar con las mejores coberturas a las que podemos acceder confiando en que jamás las tendremos que usar.
Si algo no se le pude negar al diputado Agustín Rossi es que es un hombre de acción, acostumbrado al protagonismo que brinda ser uno de los referentes de su -hasta hoy- ámbito de trabajo. Podría inferirse prima facie que no le gustará caminar sobre cascos semihundidos, sacarse fotos sentado en las cabinas de aviones que no vuelan, o encomendarse a Dios cada vez que desde el aire se debe arrojar combustible en tambores a una base antártica para que sus habitantes no mueran de frío por falta de una adecuada provisión en tiempo y forma.
Seguramente el ingeniero Rossi sabe del tema tan poco (o menos) que su confeso antecesor; pero tal vez tenga el suficiente tino para vislumbrar que la defensa de la patria es un aspecto de la política del Estado que, por su importancia, excede largamente a la mucha o poca simpatía que algunos dirigentes profesan por aquellos argentinos y argentinas que son militares y no militantes.