Dos condiciones debían cumplirse en forma inexorable para que mi madre accediera a autorizar aquello que yo tanto deseaba. La tarea escolar debía estar hecha y no debía llover. Sólo así podía levantarme muy temprano en la mañana de algún que otro sábado y sentir que tocaba el cielo con las manos al partir junto a mi “viejo” a la aventura que suponía acompañarlo a su tan particular forma de ganarse la vida.
Llegar a la estación Once, presenciar el “cambio de guardia” que “Él” hacía con el maquinista que dejaba la locomotora en sus manos; subir junto a “Él” a esas enormes moles de acero, que por aquellos años eran más grandes aún dada mi corta edad y escasa altura, era sencillamente fascinante.
Luego vendría la gran expedición; locomotoras algo vetustas, llenas de cuñas de madera que anulaban sistemas de seguridad que no permitirían al tren partir si actuaban pero que (según mi viejo) estaban pensadas para un ferrocarril moderno y con buen mantenimiento; andenes viejos con ese olor tan particular fruto de la imperfecta combustión de los motores diesel, sistemas de señales primitivos, el timbre que apretaba el guarda y que si sonaba dos veces indicaba que podíamos partir; el sonido del silbato; la aceleración a fondo para romper la inercia y mi profunda felicidad por “zarpar” una vez más a recorrer el “lejano oeste” sobre la falda de mi padre.
Tal vez por haberme criado entre ferroviarios y trenes, términos tales como “Freno Largo”, hombre muerto (termino que el relato K acaba de cambiar por hombre vivo), señal a peligro, zapatas gastadas, paragolpes anulado, barrera trabada, precaución por vía en mal estado y tantos otros me suenan tan corrientes cuando los escucho ante cada catástrofe ferroviaria del siglo XXI. Tal vez mi memoria sea tan prodigiosa que con sólo ver el paso del tren, mi infancia vuelve a hacerse presente, o tal vez lo que ocurra es que aquellos andenes sucios con olor a gasoil, aquellas viejas locomotoras y vagones, y las obsoletas señales, sean las mismas que las que conocí a mis muy jóvenes 5 o 6 años, con algún ligero camuflaje hecho con pintura barata.
Cuarenta años después, cuando mi padre ya tenía muchos años de jubilado y cuando yo lo llevaba a pasear a “Él”, se alegraba al ver cruzar en un paso a nivel a alguna locomotora que conforme lo indicaba su número de matrícula le recordaba alguna vieja historia ferroviaria.
Cuánto tiempo; cuánto abandono; cuánta traición a la patria por la que tantos juraron cumplir fielmente sus obligaciones, cuánta desvergüenza habitando despachos oficiales, “twiteando” pavadas en lugar de pedir cuanto menos perdón. Ante tragedias como la de hoy, como la de hace un año y como las que todos los días nos atraviesan el alma dejándonos -aunque no nos demos cuenta- llagas que nos acompañarán por siempre, vale la pena preguntarse hasta cuándo podremos seguir ignorando que habitamos un maravillo suelo que por alguna extraña (o no tanto ) razón no logra que sus mecanismos básicos de administración y control funcionen como es debido.
Sistemas de salud quebrados en lo económico y saturados en sus demandas, políticas de seguridad que han permitido que cada noche decenas de argentinos sean despertados con un arma en su cabeza por inoportunos visitantes; educación casi nula, defensa inexistente, economía paralizada, enemistad o cuando menos indiferencia con nuestros vecinos cercanos y ex amigos lejanos, colapso general en todo lo que demande un mínimo plan de organización e inversión (desde el tránsito hasta la telefonía celular).
Nada, absolutamente nada está en su eje; ni siquiera nuestro comportamiento como sociedad organizada. Y mientras tanto, asistimos absortos a los desvelos de nuestros gobernantes; presenciamos sin posibilidad de emitir sonido cómo se dilapidan los recursos en subsidios inútiles, en fiestas democráticas para todos. En caprichos adolescentes, en financiación de producciones artísticas o de partidos de fútbol y hasta en una enorme grúa que desde hace semanas y a un costo de miles de pesos diarios espera pacientemente junto al monumento a Colón, sin que nadie se digne a pedirle que se retire hasta que el tema se resuelva.
Tenemos Tecnópolis, pero los trenes no frenan; tenemos Museo del Bicentenario, pero las locomotoras de 1950 en lugar de estar dentro de sus galerías históricas siguen circulando poniendo en peligro la vida de los argentinos y extranjeros de buena voluntad que quieren habitar el suelo Argentino.
Tenemos polo tecnológico, pero un pico de frío o de calor nos deja a oscuras; tenemos una nueva carrera en especialidades petroleras, pero no tenemos la menor posibilidad de explorar ni extraer nuestros recursos; somos el granero del mundo, pero estamos a punto de importar trigo. Tenemos de todo; tal vez sólo nos falte una pizca de honradez, un poco de humildad, una buena dosis de capacidad y mucho pero mucho amor por esta porción del planeta que dimos en llamar República Argentina.