Una flor se mece ligeramente por acción de la abeja que liba en su interior. Una señorita al volante gira en “U” en una avenida aprovechando que ningún agente de tránsito se encuentra cerca. Un importante terrorista fundamentalista habla por celular para coordinar la fecha del próximo atentado. Aunque parezca increíble, la abeja, la señorita y el terrorista tienen algo en común: pueden estar siendo remotamente vigilados por una o varias de las modernas tecnologías que hacen que nuestra vida cotidiana se asemeje mucho al popular ciclo televisivo Gran Hermano.
Será así que mientras la tecnología satelital capaz de mostrar el más mínimo detalle de cualquier cosa que se eleve a dos centímetros del piso no le preste atención a la inocente abeja, una cámara de control de tránsito tomará debido registro de la patente del automóvil de la traviesa señorita y un mísil penetre por el mismísimo tímpano del terrorista al que su celular lo ubicó en tiempo y espacio y lo puso en la mira de un señor que apretó un botón desde otro continente.
Y de la misma forma en que el desarrollo científico nos alarga la vida desde la medicina, y nos la hace más fácil desde las múltiples innovaciones tecnológicas, el arte de inmiscuirse legal o ilegalmente en nuestra intimidad es cada día más sencillo, más frecuente y más tentador.
El oficio de espiar es tan viejo como la humanidad misma; el particular mundo del espionaje de por sí complejo en el mundo real, ha dado lugar a las más variadas fantasías literarias, cinematográficas y también, justo es decirlo, periodísticas.
Admite asimismo las más variadas configuraciones, desde militar o político hasta industrial o comercial. Se hurga en los secretos militares del enemigo y del aliado; en las debilidades políticas de un Estado para sacar beneficios en una negociación bilateral o para estar prevenidos para que una crisis nacional de un Estado extranjero no provoque efectos colaterales en el propio. Pero también se espían secretos industriales, se roban inventos y se indaga en las estrategias comerciales del competidor para intentar anticiparse a ellas.
Obviamente que las grandes potencias mundiales, al ser las que mayor cantidad de “fichas” tienen en juego en la gran ruleta internacional, suelen ser las que mayores cantidades de recursos, humanos, económicos y tecnológicos, ponen en marcha a la hora de vigilar sus intereses. Cada tanto el “primer mundo” nos sorprende con algún “gate”, de Nixon a Obama, de este a oeste, de las guerras mundiales a la Guerra Fría, desde el Kremlin al Vaticano. Escandalosos a veces, discretos y profesionales otras, los buenos espías siempre están dispuestos a entregar un dato a su colega espía del otro bando con el convencimiento de que es más lo que se recibió que lo que entregó a cambio. A veces también se mudan de equipo cual jugador profesional de fútbol, llevándose consigo valiosa información que es muy bien recibida por sus nuevos empleadores.
Sea con sofisticados métodos o con las rudimentarias y muy autóctonas pinchaduras de teléfono, seguimiento cuerpo a cuerpo, revisión prolija de las bolsas de residuos del espiado, el “recorte y pegue” de publicaciones periodísticas y algunas otras técnicas de bajo costo, nuestro Estado Nacional ha sucumbido en varias oportunidades a la tentación de utilizar un arma tan efectiva como peligrosa. Máxime si se la usa indiscriminadamente o si se abusa de ella. El espionaje interno.
Desde la Agencia Nacional de Inteligencia y la Dirección Nacional de Inteligencia Estratégica y Militar, hasta los servicios de informaciones de las fuerzas armadas, de seguridad nacionales y provinciales, nuestro país invierte considerables sumas de dinero totalmente blanqueadas en los presupuestos nacionales y provinciales para “hacer” inteligencia. A nivel externo y al menos en teoría, la inteligencia debería estar orientada a “monitorear” distintos aspectos de las realidades sociales, políticas, económicas y/o militares de estados a los cuales sea por afinidad o por rivalidad (manifiesta o latente) se les deba prestar particular atención. La autoproclamada ausencia de hipótesis de conflicto bélico de nuestro país (que nunca ha recibido una declaración recíproca por parte de país alguno) no es -claro está- motivo para no dejar de prestar atención a los avatares de países vecinos y lejanos que sean de interés, porque como ya explicamos no solo se trata de evaluar cuestiones militares o bélicas.
Por otra parte, los servicios de inteligencia policiales deben orientarse a la muy lícita “inteligencia criminal”, destinada a anticiparse en lo posible al accionar del delito organizado o al menos para luego de cometido un ilícito, recabar la suficiente información como para dar con sus responsables.
Pero claro, al parecer tenemos demasiados “organismos espiantes” y el fantasma del “Gran Hermano estatal” que husmea un poquito por la intimidad de algún opositor, periodista poco amigo, empresario sospechoso de no colaborar o usted o yo, ha comenzado a agigantarse en las últimas semanas, a punto tal de que en la tarde del lunes pasado un juez con apoyo policial allanó las modernas oficinas de la central de espionaje del Ejercito. Algo que no parecería muy posible de ver en las oficinas de la CIA, la KGB, el Mossad o la oficina donde está guardada la fórmula secreta de la popular bebida cola del imperio. Espiar a los espías puede sonar tan divertido como inútil, ya que si algo ilegal hubiera, lo más probable es que no se encuentre archivado justo allí. Lo más grave del allanamiento fue que justo esa noche era la fiesta nacional del espía militar, que se desarrollaría en una instalación del ejército y que se vio perturbada.
Tal vez más que espionaje a nivel local, se percibe el montaje de una maquinaria destinada a la obtención de chismes de primer nivel. Una suerte de programa de la tarde televisiva pero destinado a ver si encontramos aquellos puntos flojos de tal candidato o si le pescamos la trampita impositiva a aquel empresario que no nos responde y si podemos ver qué hay detrás de esa señora que le da de comer a los pobres sin pedir un puesto a cambio.
Senadores, diputados, periodistas y referentes políticos en general han alzado su voz por estos días a la luz de los recientes ascensos militares (en especial en el Ejercito) y más allá de acusaciones puntuales a su jefe, han puesto el foco en el “inusual” número de generales de Inteligencia con que cuenta el Ejercito. Sería bueno recordar que la constancia en el CV de un militar de haber cursado la respectiva Escuela de Inteligencia de su fuerza no lo convierte automáticamente en James Bond ni en Garganta Profunda.
Lo realmente preocupante (lo decimos una vez más) es el gran problema que la Argentina parece tener desde finalizada la dictadura del proceso, con fuerzas armadas que no deben ni pueden cargar con los errores o desaciertos de quienes circunstancialmente las condujeron. Se ha intentado desde hace tres décadas ningunearlas, achicarlas, someterlas, tal vez eliminarlas, calmarlas, transformarlas… y finalmente ahora politizarlas, intentando hacer que sirvan al proyecto nacional y popular. En alguna mente gubernamental seguramente se vislumbra ya la réplica de las imágenes venezolanas que nos muestran al líder hablando al pueblo y detrás almirantes, generales y brigadieres velando con sus armas el proyecto político.
Si esa fuera la idea local, sería bueno que como dice la Presidente “no se hagan los rulos”. Hemos conseguido gracias a Dios que nuestras FFAA abandonen su autoasignado rol de “reserva moral de la Nación” y ya nunca más un tanque militar obtendrá la renuncia de un presidente civil. Pero muy difícilmente, más allá de un ocasional general o almirante tal vez honestamente identificado con un determinado plan de gobierno, podrán nuestros señores gobernantes imaginar que las armas de la patria se pondrán al servicio de otra cosa que no sea la amenaza armada de una potencia estatal extranjera. (Palabras más, palabras menos, lo que la ley de defensa les asigna como misión.) No se trata de la voluntad de los comandantes, si no de la convicción de los comandados. Muchos tenientes de antaño se encuentran hoy tras las rejas por obedecer lo que sus generales les mandaron a hacer. Aunque es cierto que otros por ahora no. Aprendimos la lección, uno dos o cuarenta generales políticos no politizarán nuestra milicia.
Dentro del gran sainete nacional, podremos seguir haciendo reportajes pintorescos, donde generales son entrevistados por las madres de los desaparecidos, podremos poner a los uniformados a pintar barrios carenciados o podremos emitir frases tan desafortunadas como las producidas por el Ministerio de Defensa en los últimos días en ocasión de una función nacional y popular de la banda de música de la Armada: “Trabajamos para integrar a la sociedad militar con la sociedad civil”. No, muchachos, la sociedad es una sola; cambien el discurso: somos todos parte de una unidad indivisible, no hay sociedad militar, civil, médica, periodística o religiosa. Si no lo entendieron todavía se quedaron en el siglo pasado.
Invito a nuestros gobernantes a probar lo siguiente: intenten hacer que los maestros enseñen, los médicos curen y los policías nos cuiden. Traten de que la economía funcione sin cepos extraños, que la principal bendición del ciudadano sea tener trabajo y no un plan social. Que la vivienda sea una posibilidad para todos y no para los que mejor militan, y por último construyan un país tan genial en el que nuestras fuerzas armadas tengan la importante misión de no permitir que nadie nos lo quiera arrebatar por la fuerza. Todo lo demás no sirve ni para espiar.