América Latina se fue consolidando gradualmente durante el siglo XIX y comienzos del siglo XX sobre la base de seis principios, todavía celosamente vigentes. Estos son: a) igualdad soberana de todos los Estados; b) no intervención; c) integridad territorial; d) autodeterminación; e) solución pacifica de las disputas y f) respeto por el derecho internacional (Carlos Calvo). Las sucesivas Conferencias Panamericanas, a partir de 1899, fortalecieron esos principios, rechazaron el intervencionismo, sentaron prácticas humanitarias ejemplares como el asilo y convencieron a Estados Unidos de inaugurar la política del “buen vecino”, que llevó a una mayor cooperación y entendimiento dentro del Hemisferio. Pero fue la adopción de la Carta de la Organización de Estados Americanos, junto con el Tratado de Soluciones Pacíficas, y la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre (Bogotá, 1948) lo que, al incorporar la democracia republicana y los derechos humanos, otorgó al sistema interamericano y a los países que lo integran una cohesión dentro de la unidad, que resultó ejemplar para el nuevo orden internacional posterior a la Segunda Guerra. En efecto, no sólo muchos de los principios del sistema interamericano fueron incorporados a la Carta de San Francisco, sino que la Declaración Americana de Derechos y Deberes del Hombre -redactada por juristas latinoamericanos y estadounidenses- es anterior a la Declaración Universal de los Derechos Humanos de las Naciones Unidas.
A partir de esos históricos momentos, el rol de la OEA, con sus luces y sus sombras, ha servido para demostrar que los países se asocian principalmente por dos motivos: las necesidades estratégicas derivadas de compartir un inmenso ámbito geográfico como el Hemisferio Occidental, es decir, América y las afinidades culturales e institucionales, reflejadas en los valores comunes como la democracia y los principios republicanos (Lagorio).
Por estas razones es que la presencia, el pasado 18 de noviembre, del secretario de Estado de los Estados Unidos John Kerry en la OEA debe destacarse. En primer lugar porque reafirma el rol de la OEA como factor de unidad en el continente -en gran medida por el esfuerzo argentino (Caminos)- y en segundo lugar porque se sirve de ese foro para proponer a los países miembros una nueva agenda basada en la vigencia de la Carta Democrática Interamericana (Rodriguez Giavarini), el medio ambiente, la energía, los alimentos y, finalmente, en un nuevo esfuerzo hacia la integración comercial, atemperando la fragmentación (Sanguinetti).
En algunos sectores, dichas propuestas podrían ser leídas como una tentativa orientada a recuperar la iniciativa en el “patio trasero” en momentos de sucesivas crisis (Libia, Irán, Siria, Ucrania). Sin embargo, para nuestra diplomacia las palabras de Kerry, por el hecho de recoger posturas históricas argentinas, deberían aprovecharse para abrir oportunidades en la agenda bilateral y regional. Conviene detenerse un poco en esto. Cuando Kerry enfatiza la unidad del hemisferio occidental no hace otra cosa que retomar la visión de Frondizi , Jucelino y Kennedy. Posteriormente Miguel Ángel Zavala Ortiz (Arturo Illia) propuso formalmente el ingreso de los países anglófonos del Caribe así como de Canadá a la OEA, precisamente para ir construyendo una comunidad sin fisuras de sur a norte del continente. Quien tenga un mapa frente a sus ojos entenderá las razones que motivaron la persistencia de esas políticas a lo largo de muchos gobiernos. Por su posición geográfica en el extremo austral, Argentina “tiene” la línea recta más larga hacia el “norte” desarrollado, la diagonal más larga hacia sus socios europeos y la línea “horizontal” más extensa hacia sus clientes comerciales asiáticos. De allí, que las tentativas de fragmentar el continente no le convienen. Dividir por el Canal de Panamá, concibiendo una América del Sur que “prescinde” de los centroamericanos y caribeños, que han sido y son escenario de una vibrante presencia argentina cultural y también política, significa ceder espacios sin ningún beneficio. La suposición que se puede gravitar y prosperar marginando a México, Estados Unidos y Canadá de los proyectos regionales (Castañeda) resulta riesgosa, carece de sustento y por ello no es compartida por nuestros vecinos más sofisticados que buscan individualmente las relaciones más estrechas posibles con EEUU. Pero no sólo por reafirmar la unidad continental la agenda que propone Kerry viene como “anillo al dedo” de Argentina. También cuando se refiere a la cooperación en materia de seguridad, abre un panorama para entendimientos en las sensibles cuestiones de no proliferación nuclear y armas químicas en las que Argentina es particularmente reconocida. Algo similar sucede cuando señala que América se ha convertido en un nuevo centro del mapa energético del mundo, mencionando a la Argentina junto con Estados Unidos por el gas natural. Igual reflexión cabe respecto del cambio climático, tema en el que la diplomacia argentina también se ha destacado.
Finalmente, está el recurrente problema de la institucionalidad democrática y el rol de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Aunque en estos temas ningún actor tiene personería “ganada” para individualizar a otro, es siempre importante que alguien evoque lo difícil que fue ganar terreno y lo lamentable que sería perderlo ahora. Resulta claro que cuando la Comisión recuerda los principios de la “Declaración de Santiago” de 1959 en el sentido de que “la perpetuación en el poder, o el ejercicio de éste sin plazo determinado con el manifiesto propósito de perpetuación, son incompatibles con el ejercicio efectivo de la democracia”, está denunciando a aquellos gobiernos que, desnaturalizando los propósitos de Unasur, utilizan su cobertura a fin de “desacoplarse” del sistema de Naciones Unidas y de la OEA para satisfacer ambiciones no democráticas. Esta es la razón más evidente por la que el sistema de derechos humanos regional está siendo castigado. En este terreno la pasividad argentina resulta sorprendente porque ha sido el país cuyo permanente liderazgo ha permitido la consolidación de garantías que sirven de inspiración para el resto del mundo.
En el sistema internacional los “nichos” que permiten la acción efectiva de la diplomacia no aparecen con frecuencia. El discurso de John Kerry en la OEA, acompañado por la secretaria Adjunta para Asuntos Hemisféricos, Roberta Jacobson –que conoce bien a la Argentina por haber vivido y estudiado en sus universidades–, ofrece una gama de posibilidades que la diplomacia debería explorar prontamente.
Asimismo, en política exterior, el poder se construye de arriba hacia abajo y no a la inversa. Recuperar la relación con Estados Unidos para beneficio reciproco, sobre la base de los factores que han hecho de la Argentina un importante actor global en los temas más sensibles de seguridad, no sólo reflotará nuestra gravitación subregional, sino que también ayudará a resolver las cuestiones bilaterales, financieras y comerciales, con los Estados Unidos y con nuestros socios europeos. En síntesis, para hacer buenos negocios hay que hacer primero buenas políticas. Esa, y sólo esa, es la premisa para practicar una diplomacia sensata.