Por: Gabriel Mariotto
“Felizmente, se observa en nuestras gentes, que sacudido el antiguo adormecimiento, manifiestan un espíritu noble, dispuesto para grandes cosas y capaz de cualesquier sacrificios que conduzcan a la consolidación del bien general”. Mariano Moreno
El arco que va de la “Carta abierta” de Rodolfo Walsh a la Ley de Medios sancionada por la democracia contiene las luchas por la libertad de expresión. Como lógico espejo, la resistencia de los que sometieron y someten al noble oficio, ayer censurando, torturando, desapareciendo, y hoy como usinas de odio y desánimo. Aquella carta contiene al periodismo en prosa popular y entendible; en números que soportan la denuncia; en clima de agobio por la dimensión de la derrota. La descripción del estado de cosas es tan absoluta que deprime a quien la lea menos, claro, al autor. De tal cuero estaba hecho el imprescindible Rodolfo. Comparando el país donde producía Walsh y donde ahora producen los periodistas, el período transcurrido podríamos medirlo en miles de años, tantos como la edad de Lucy, el esqueleto encontrado del ser humano más antiguo.
La Lucy de la Ley de Medios es la “Carta abierta”.
El cambio operado por el periodismo en estas décadas va de la mano con la reformulación de los procesos políticos. Argentina y la región han transformado positivamente la vida cotidiana de los pueblos, en medio del más fenomenal ataque que se recuerde por parte de la prensa tradicional. En clave de tags: corrupción, inseguridad, inflación. Y es norma acá, en Brasil y más allá: los títulos catástrofes de los diarios, los zócalos de los noticieros, la denuncia que demanda inmediata solución, las cautelares, la música incidental en la noticia policial, la estigmatización de lo diverso, el título que dice una cosa que la nota no dice.
La revolución tecnológica de los formatos merece que los contenidos encajen con el desafío, y abarcar no sólo la democratización que supone la cobertura de la urgencia hecha por aficionados o la respuesta a una consigna lanzada por los medios establecidos. Tal lógica funciona como mascarada de independencia (darle voz a quienes no la tienen) y se conoce su real sentido: sigan participando.
En la explosión de la palabra, en las miles de bocas compartiendo saberes e ideologías subyace, a la vez, la esperanza y la frustración. La esperanza, por su lado plebeyo que no respeta las jerarquías de un oficio que muchas veces funciona como apéndice de disimulados negocios, o no tanto: por caso, detrás de la andanada oligárquica por la resolución 125, la foto ilumina a Expoagro, la muestra apadrinada por Clarín y La Nación. Reclamarles objetividad en asuntos referidos al campo nos recuerda el candor de Juan Carlos Pugliese, ministro de economía de Alfonsín: “Les hablé con el corazón y me contestaron con el bolsillo”.
La frustración puede suceder si se detiene el proceso democratizador de los medios. De tal manera como los estados protegen los incipientes desarrollos industriales en cualquier país serio (permítanme el chistecito tan caro a las derechas), el Estado argentino es el garante imprescindible para asegurar el cumplimiento de la ley y el desarrollo de la verdadera autonomía de la prensa. Sólo cuánto tiempo pasará es la pregunta (y corresponde a la política, no a la metafísica) porque el final de los monopolios es inexorable.
Una santísima trilogía para el disfrute: las aguafuertes de Roberto Arlt, las contratapas del gordo Soriano, las notas de Osvaldo Ardizzone.