La Terminal es una conmovedora película, cuya historia imaginaria (pero simbólica) es la de Viktor Navorski, un ciudadano de un ficticio país de la Europa del Este, que simplemente quiere regalar a su padre algo firmado por un famoso músico de jazz de New York, para lo cual sencillamente intenta ir a esa ciudad, obtener la preciada firma y volver. Pero Víctor se encuentra con que su visa ha sido cancelada por un golpe de estado en su país y que por ende no puede ni entrar a los EEUU ni tampoco está ahora claro de qué país es ciudadano.
Víctor se encuentra así con lo que todos nos encontramos habitualmente: los gobiernos y sus regulaciones, creadas por personas que creen que son necesarias y con ellas controlan las vidas de los demás. El encargado de hacer cumplir esas reglamentaciones, esa pobre existencia in-auténtica que se toma en serio su papel de carcelero, es Frank Dixon, jefe del aeropuerto. Se toma muy en serio lo suyo y no sabe qué hacer con un Víctor que, al igual que un Sócrates moderno, va a beber la cicuta del estado nación moderno sin desobedecerlo.
Víctor traba amistad con gente sencilla que trabaja en ese aeropuerto, cumpliendo diversos roles dentro de esa maraña de reglamentos, pero cuya vida pasa por otro lado. Enrique trabaja en aduanas pero su vida pasa por su amor por la agente Torres, que es la que pone los sellos de visado. Es muy amigo de Joe, un afroamericano que trabaja con él, y de Gupta, un hindú cuya vida ha sido difícil, no molesta a nadie y vive de la tolerancia que “el régimen” tiene para con él, porque podría deportarlo.
Todos ellos viven sus vidas, que no pasan por los reglamentos estatales. Pasan por la amistad, el amor, el trabajo. En el fondo no creen en absoluto en las reglas que Frank cree absolutas, pero no lo saben. No hacen teoría contra ellas, como yo, sino que viven sus vidas “a pesar” de ellas.
El caso más conmovedor es el de Cliff, otro habitante de un país imaginario que pretende pasar por Nueva York en un vuelo en tránsito hacia Canadá para ayudar a su padre, que está enfermo, llevándole remedios. Qué pretensión. Qué insulto a la racionalidad instrumental y al gran rey estado-nación. Cliff no sabe que para llevar remedios hasta Canadá hay que completar una serie de papeles que él, obviamente, no tiene. Pero Cliff, el supuestamente ignorante ante el sabio Estado, insiste, porque pretende -qué horror- ayudar a su padre. Cliff representa a la verdadera víctima contemporánea, el verdadero explotado que Marx no vio. Al ser humano honesto y sencillo, pisoteado por las pretensiones de otros seres humanos que se arrogan el derecho de decirle qué hacer con su vida, con sus viajes, con su dinero, con sus remedios, con su ir, venir, pasear y trabajar. Cliff se arrodilla, implora, ruega y llora ante Frank y ante la vista de todos, que esperan ver lo que ahora el nuevo déspota hará con su dedo, si hacia arriba o hacia abajo, cual romano emperador del nuevo circo racional del iluminismo.
El dedo se inclina para abajo pero allí Víctor interviene: hace decir a Cliff que en realidad esas drogas no eran para su padre, sino para vacas, en cuya caso pueden pasar. El emperador Frank deja a Cliff con sus ahora drogas para vacas, pero repentinamente toda su furia se dirige hacia Víctor, al cual grita y empuja ante una fotocopiadora sacando copias de su mano pecadora contra el estado. Pero -oh casualidad- delante de un supervisor, un superior de la burocracia estatal que ha venido a ver la eficiencia del aeropuerto. El supervisor reta a Frank, diciéndole que a las reglas hay que agregar la compasión. Pero, en realidad, Frank es coherente, el supervisor es un bondadoso incoherente. Esas reglas no tienen compasión. La compasión es abolirlas.
Víctor se convirtió en un héroe por ello, y todos los empleados del aeropuerto, desde el personal de limpieza hasta gente que trabajaba en los negocios de comidas, pusieron la mano fotocopiada por el implacable Frank en todos lados, como un símbolo de libertad. Gente sencilla, que no sólo no había leído a Hayek, sino que tampoco lo entenderían. Pero intuyeron algo: que Cliff había podido salvar a su padre gracias a Víctor. Claro, seguramente Víctor quedó muy antipático para las empresas farmacéuticas norteamericanas que lograron esa reglamentación por parte del nuevo Al Capone, esto es, el gobierno. Esas empresas sí que no habían leído a Hayek.
Mientras tanto la vida sigue. Enrique se casa con Torres, Gupta y Joe ayudan a Víctor para que conquiste el corazón de Amalia, una bella azafata. Eso no sale pero el que sale, finalmente, es Víctor, que por la ayuda de los mismos policías -protagonistas sin saberlo del derecho a la resistencia a la opresión- logra entrar a la ciudad de Nueva York, obtener su firma y volver. Algo simple y bello, un amor hacia su padre, como la sencillez de los primeros cristianos que sólo pedían honrar a Dios. Pero los gobiernos no entienden esas cosas. Ellos están para controlar, porque lo contrario sería el des-control. No, es al revés, son esos millones de Franks los que están sueltos, des-ordenando el orden humilde y sencillo de las vidas de los demás.
La Terminal, sin que se haya advertido mucho, desnuda la ridiculez de las legislaciones gubernamentales a las cuales nos vemos sometidos a diario. Denuncia su ridiculez, su crueldad, sus nuevas y más refinadas formas de Gestapo y de SS.
La próxima vez que pase por un aeropuerto voy a llevar un libro de Ludwig von Mises conmigo. Ningún aparatito va a sonar, ninguna lucecita se va a prender, no se acercarán policías, perros, ni la CIA ni el FBI, ni tampoco Guillermo Moreno ni la guardia pretoriana de Cristina Kirchner. Qué bien. Hasta ahora, hasta ahora… No se han dado cuenta.