Se ha difundido mucho últimamente la idea de que el diálogo, la colaboración con el otro, el respeto al que piensa diferente es lo que tiene que marcar el tono de la política argentina. Y me parece excelente. Pero, sin embargo, a veces se dice como si el kirchnerismo hubiera hecho todo lo contrario desde la nada, como si hubiera nacido de un repollo político que ahora, por fin, nos lo hemos sacado de encima y volvemos a la normalidad.
Pero tengo otro diagnóstico.
A pesar de que seguiré recibiendo burlas de quienes dicen que veo marxistas en todos lados, lo que evidencio es al marxismo como fenómeno cultural global, como horizonte de precomprensión. Y no me refiero al marxismo leninismo. Me refiero a la plusvalía, a la idea de que la riqueza de unos es la causa de la pobreza de los otros, de que la escasez es sólo un resultado del capitalismo, de que hay un partido de los trabajadores y otro del capital, garrafales errores que Ludwig von Mises dedicó toda su vida a refutar.
En nuestro país, el peronismo histórico asume, como movimiento mussoliniano, esas ideas con toda perfección. Ahora los peronistas no kirchneristas parecen haberse actualizado. Es más, parece que el mismo kirchnerismo les sirvió para dejar, en el fondo, de ser peronistas, aunque sigan participando en su liturgia. Pero el peronismo que termina en el marxismo leninismo de los montoneros de los setenta es coherente: el conflicto entre los trabajadores y el capital no se puede solucionar de manera pacífica luego de que los intereses del capital realizan la revolución libertadora. Incluso ya el primer peronismo, combatiendo al capital necesitaba de la violencia de una dictadura del proletariado a lo criollo, ese Juan Perón que se perpetúa en el poder con las formas fascistas más ortodoxas, que despotrica contra la democracia “burguesa”, de todo lo cual el kirchnerismo, La Cámpora, Carta Abierta, Hebe de Bonafini, etcétera no han sido más que coherentes expositores y seguidores históricos.
Por eso no tiene que sorprender que el discurso kirchnerista sea violento. Hay contenidos filosóficos, doctrinarios, ideológicos, que en sí mismos predican la violencia y, por ende, en ellos el medio violento es el mensaje violento. La incoherencia sería Mahatma Gandhi hablando como Cristina Kirchner o Cristina hablando como Gandhi. Hay contenidos e ideas que pueden tener un mal día; puedo ponerme nervioso y proclamar violentamente la no violencia, pero es una obvia incoherencia. El discurso kirchnerista, en cambio, manifestaba la esencia misma de sus ideas. El modo de expresarse de Cristina y de sus más coherentes soldados (Luis D’Elía, Hebe de Bonafini, Guillermo Moreno, etcétera) era la más lógica expresión de sus ideas. O sea, que el peronismo es la nación, que el peronismo es el partido de los trabajadores contra el capital, que el peronismo es el bueno que va a repartir contra los malos que van a explotar, que el peronismo es la inclusión contra la perversidad de la exclusión.
Es obvio que desde esa mirada el otro es el enemigo, el que se opone a la revolución, el que se opone a los intereses de “la nación y del pueblo”. Por ende, es muy malo o está muy confundido, pero en ambos casos no puede ser integrado como parte del juego democrático. Es más, no hay democracia sino aquella que le permite llegar al poder y quedarse. Si ello se acaba, son golpes: mediáticos, de mercado, etcétera. Todo coherente. Por eso, el kichnerismo, además, destruye familias y amistades, porque enseña a mirar al otro como enemigo o como confundido, muy difícilmente tolerable.
Que haya una sola república y diversas ideas para administrar la cosa pública, que haya una sola Constitución que protege los derechos individuales de todos los ciudadanos, que, por ende, veamos en el debate y en la alternancia en el poder algo normal de una misma república, son ideas liberales clásicas totalmente incompatibles con el marxismo cultural que hoy forma parte, sin embargo, del horizonte cultural mundial, pero sobre todo latinoamericano y sobre todo argentino.
En ese sentido, si el kirchnerismo ha tenido algo bueno, es que en su total caricatura de sí mismo (que creo que es lo único que nos salvó) ha convertido a todos los antikirchneristas en liberales que, por ende, adquieren un discurso liberal, esto es, republicano, incluidos los peronistas no kirchneristas. Pero en una Argentina donde la palabra “liberal” es pecado mortal, no intentemos convencer de ello a nadie. Dejemos que todos se llamen republicanos. Claro que hay peronistas que son republicanos: han dejado, por ende, de ser peronistas, pero no se dan cuenta. Que sigan —y lo digo en serio— con su liturgia y sus símbolos, lo importante es su honestidad y su comportamiento.
Y todos los demás también se han vuelto liberales. Apenas se dialoga, se comprende, se respeta, se convive, hay liberalismo. Pero dejemos que esta Argentina enloquecida, que Dios sabrá si alguna vez hará su doloroso aprendizaje de república, no llame a eso liberalismo. Too much. Que se hable de república ya es un milagro. Daniel Scioli y María Eugenia Vidal hablando civilizadamente sobre la transición: eso es república. Cristina sudando, espirando y excretando odio y resentimiento: eso es… Y no crean que ha terminado. Ahí estará por tiempo indefinido, esperando para dar el manotazo para volver. No hablo de ella, hablo de eso. Hay niños que ya han sido formados en eso y su diferencia con los terroristas islámicos es sólo de grado. La tarea es vacunar contra eso. El diálogo no es sólo una manera de hablar. El diálogo es ya una concepción del mundo, una vacuna contra el totalitarismo, el autoritarismo y la alienación. El diálogo es la esperanza de la Argentina y el mundo.