El Gobierno rampante

Gaspar Lloret

Toda empresa que requiera una gran tenacidad interior debe realizarse en silencio. La frase fue escrita en 1957 por Italo Calvino en El barón rampante, la novela que lo consagró. Pero bien podría usarse para explicar el manual de comunicación del kirchnerismo durante todos estos años.

La novela cuenta la historia de un chico de ocho años que, rebelándose ante sus padres, decide treparse a los árboles para vivir ahí y nunca más bajar. Suele tener dos lecturas. Una, madura, adulta, es la que lo convirtió en un clásico que, como tal, resiste el tiempo y construye sentido desde imágenes universales. Otra, infantil, la de una gesta imposible, de rebeldía, de obstinación.

Así como este y otros libros, el kirchnerismo encierra sobre sí estas dos miradas tan diferentes. Lo que fue planteado en un comienzo como una historia de aventuras repleta de simbolismos, apoyada en miedos y convicciones ancestrales, ingenua y esquemática, se fue transformando en otra cosa de una manera gradual y ahora, ante la inminencia del final, mirar hacia atrás, reconocer esa primera instancia, es desconcertante.

Un núcleo del Gobierno parece no querer dejar ir esa semilla. Su tropa de convencidos escucha con atención una historia que, pudiendo ser tan compleja, eligen creer lineal. No es que sea su culpa, hace tiempo que el mensaje que se construye sigue esa matriz. El Gobierno comunica sin hablar, con acciones intempestivas y una convicción infantil que intenta reemplazar al discurso como eje de apoyo de su visión del mundo.

En el libro, el hecho clave no es la historia en sí, sino que Cosimo -que así se llama el protagonista- nunca dice por que tomó esa decisión, por que los árboles y no otro lugar, que buscaba, que le molestaba de la vida en la tierra. Su familia intenta durante toda la novela acomodarse a esa situación, encontrarle un sentido, completar ese proceso desde abajo.

Hoy, a meses -o semanas, o días, que más da- del final, seguimos mirando a las ramas tratando de entender que pasó, poniendo toda nuestra inteligencia para explicar esa ausencia, la de un Gobierno que se subió a los árboles en algún momento, con el envión heroico de esa decisión fundamental y en principio vacía, llenándola de contenido sólo con más impulsos, esperando que el círculo cerrara con alguien que los interpretara a tiempo.

No hay heroismo en no comunicar, en hablar sin decir, en hacer para que hablen. Todo está roto, se podrá decir eso. Y poco más.