Procuro echar una mirada a la política exterior argentina en la “década K” y las palabras que me vienen a la cabeza son impulsos, arrebatos, improvisación… impromptus. Pero una serie de acciones en el frente externo puede responder a una clave que le dé sentido al todo. En ese caso se podría vislumbrar una política exterior en la década que examinamos.
Si en cambio se tratara de una sucesión errática, que sólo respondiera a espasmos más vinculados con urgencias del frente interno o a arrebatos de verborragia épica, entonces el caso sería otro, y más preocupante.
La carga de la prueba, frente a este dilema, le corresponde al gobierno. El observador registra los hechos y ensaya alguna interpretación. Es lo que me propongo hacer, con foco sólo en dos o tres casos paradigmáticos.
La Argentina impulsó un acuerdo con Irán, destinado a llegar a la verdad en el caso AMIA. ¿Era (es) ahora el mejor momento para recorrer ese camino? Mi respuesta personal: decididamente no. Irán es un país “complicado”, tanto en su frente externo como en el interno, que pertenece a la rama shiita del islam.
En el orden interno, una parte de la población, difícil de cuantificar pero significativa, ha llegado al hartazgo con el régimen de los ayatollahs. Fanatismo, totalitarismo, falta de libertad de expresión, persecuciones de opositores y aislamiento lograron este resultado.
Otra porción apoya al régimen, pero allí las divisiones internas son serias. Tanto el ayatollah Alí Khamenei como el presidente Mahaumud Ahmadinajad son fuertemente resistidos, en especial luego del evidente fraude de las últimas elecciones.
Teherán es socio de Damasco. Siria está gobernada por una minoría del islam, los alawitas, que forman parte de la rama shiita, en un país marcadamente sunnita. Ambos, Siria e Irán, financian y apoyan a Hezbollah, la guerrilla fundamentalista libanesa. Al mismo tiempo, Moscú apoya a Siria; Rusia cuenta con una base naval en la costa siria del Mediterráneo. Omito temas como el cuestionado plan nuclear de Irán.
Segundo caso: Argentina agitó las aguas de Malvinas, siempre movilizantes para el país. En 1982, los militares utilizaron a las islas para apuntalar una gestión que se hundía. En un principio lograron su objetivo; el final lo sabemos.
En este rebrote lanzado por el gobierno, las voces en las islas y el Reino Unido recordaron que “aquí hubo una guerra…”. Respuesta argentina: “Ah, pero la guerra no la hicimos nosotros sino los militares…”.
Digresión: cuando Gorbachov inició sus reformas en la URSS, una de sus urgencias era el financiamiento. En Gran Bretaña los funcionarios escucharon con atención al líder soviético. Pero uno de ellos puso sobre la mesa una pila de papeles viejos. Señalándola dijo: “señor Gorbachov, queremos apoyarlo, pero tenemos que hablar de esto; son los pagarés que ‘su’ zar nos firmó y nunca pagó”. Para Londres, Rusia era una sola y por supuesto Gorbachov se cuidó de decir algo como “…bueno, pero eso lo firmo el zar y nosotros somos la Unión Soviética…”.
En años recientes cobraron fuerza lo que llamo “nuevos factores” de la cuestión Malvinas: el petróleo, la pesca (con sus derechos los malvinenses tienen el ingreso per capita más alto de América; muy por encima de EEUU).
Y, por último, la Antártida. El Tratado Antártico congela reclamos territoriales, pero son muchos los países que miran hacia el Sur (entre ellos, todas las grandes potencias). Malvinas es una puerta de acceso a la Antártida. Ahora, lo más positivo que se puede hacer es tener presencia (cosa que hacen unos 30 países, entre ellos obviamente Gran Bretaña). Lo que fue nuestra última campaña de verano exime de comentarios.