Hubo elecciones presidenciales en Irán y ganó el candidato moderado, el clérigo Hassán Rohani. Hasta aquí la noticia; lo que sigue es un ejercicio conjetural. Algunos comentarios hacen referencia a un posible cambio de rumbo político. Es posible, pero esa hipótesis tal vez olvide que el principal, el gran interrogante, es el propio país. Es Irán la verdadera incógnita.
En años recientes, Irán fue ganando peso en la geoestrategia de Medio Oriente, en parte como consecuencia de una menor influencia del islam sunnita en la región (Irak, Afganistán). Irán es un país no árabe (la antigua Persia) y de casi absoluta mayoría shiita.
Como tal, tiene lazos con el gobierno sirio de Bashar al-Assad (alawita, rama del shiismo). Ambos, Irán y Siria apoyan y financian a la guerrilla shiita, fundamentalista y libanesa Hezbollah (que por otra parte tiene también una fachada política, con fuerte influencia en el gobierno de Beirut).
La influencia shiita, por otra parte, se extiende también al conflicto palestino-israelí: con el evidente liderazgo de Irán, tanto Siria como Hezbollah apoyan a Hamás, el movimiento palestino que controla la Franja de Gaza. Al mismo tiempo, Hezbollah hostiga a Israel desde el Sur del Líbano.
El Irán moderno, bajo el régimen autocrático del Shah Mohammed Reza Pahlevi, vivió un prolongado período de desarrollo de estilo occidental. Pero la presión popular derrocó al Shah, principalmente porque no toleró su gobierno represivo, sus persecuciones, su violación a los derechos humanos elementales, su megalomanía.
Una mayoría de la opinión pública buscó entonces una “contrafigura”, un dirigente que fuese todo lo contrario del Shah. Y lo encontró en un ayatollah opositor y fundamentalista, que vivía exiliado en París y que proclamaba que no había que buscar a Occidente como modelo, porque “no hay nada en Occidente”.
Ya en el poder, Khomeini fue la expresión más radicalizada del fundamentalismo: implantó la sharia, persiguió a los opositores y en poco tiempo convirtió al país en una teocracia. Un Irán fundamentalista shiita, en manos de los ayatollahs, inquietó a muchos, pero sobre todo a Saddam Hussein, el autócrata iraquí. Tenía motivos: Irak, gobernado por la minoría sunnita, es un país de mayoría shiita. El temor llevó a Saddam a buscar un pretexto limítrofe para iniciar una guerra con Irán. Duró ocho años (1980–1988), dejó un millón de muertos y terminó sin un resultado definido.
Irán contó siempre con el apoyo soviético y luego ruso, hasta el día de hoy. El espacio iraní siempre le interesó a Moscú, que nunca despreció el evidente peso de Teherán en el intrincado tablero de Medio Oriente.
Irán es enemigo declarado de Israel y esto plantea una situación delicada. Por un lado, Israel cuenta con armas nucleares (y los misiles correspondientes) como para intentar un ataque a Irán. Al mismo tiempo, Estados Unidos es enemigo de Irán pero no aprueba una eventual acción bélica de Israel.
En Washington parece predominar la idea de que una transformación política interna es posible en Irán. Una parte de la población está en contra de los ayatollahs y éstos, a su vez, están enfrentados en diversas facciones.
El líder espiritual del país, protector del hasta ahora presidente Mahmoud Ahmadinejad, es el ayatollah Alí-Khamenei, a quien no le faltan enemigos en el corazón del poder teocrático que maneja el país. Uno de ellos, el poderoso ex presidente Alí Akbar Hashemi Rafsanjani, de posición moderada.
Hasta donde es posible saber hoy, Hassán Rohani mantiene un equilibrio de buenas relaciones con ambos grupos. Se lo califica de aperturista, tiene un doctorado en leyes en la Caledonian University de Glasgow y se lo ve predispuesto a revisar las relaciones de su país con Occidente, incluso con Estados Unidos.
Si el cambio político interno es posible, Washington no quiere verse envuelto en nada parecido a una situación de guerra (en rigor, Obama quiere salir de todas las guerras que involucran a su país y no tiene el menor interés en abrir nuevos frentes). Pero al mismo tiempo, los halcones israelíes no descartan el recurso armado, con el argumento de que “nosotros hoy podemos atacar y desarmar a Irán… dentro de unos pocos años, Irán va a poder hacer eso mismo con nosotros”.
La impresión que produce hoy el triunfo de Hassan Rohani es la de una transición. Las cartas no están jugadas entre quienes tienen en sus manos el poder, incluyendo a la todopoderosa Guardia Republicana, y a su milicia de élite, la Fuerza al-Quds.
En síntesis: el verdadero partido de fondo en el Irán de 2013 todavía no se jugó. Tal vez la elección de Rohani sea el factor que le de inicio. Una cosa parece segura, hay que esperar cambios de fondo en Irán y seguramente a no muy largo plazo.