Por: Gerardo Venutolo
Luego del colapso de la convertibilidad, la Argentina dejó atrás uno de los procesos más tristes de su historia, cuyos efectos económicos, productivos y sociales aún hoy acarreamos. El período que va de 1976 hasta la caída del modelo neoliberal nos cargó de numerosas “mochilas”: altos niveles de desigualdad, la desarticulación de la estructura productiva, la destrucción de miles de empresas, muchas de las habilidades y conocimientos de nuestros recursos humanos fueron degradadas, el abandono de las instituciones de ciencia, tecnología y educación, la mutilación del Estado en sus capacidades esenciales de intervención y el sometimiento de nuestra economía a los grandes centros de poder financiero mundial. Cualquier indicador que uno compare al inicio y al final de dicho período demuestra el fracaso de aquella concepción de país, que introdujo a la economía en un sendero de estancamiento y produjo un profundo agravio a las condiciones de vida de los argentinos.
Los industriales metalúrgicos podemos dar testimonio de ello, ya que en 2001 nuestro sector se redujo a un tercio de lo que era a principios de los años 70, ya sea en cantidad de empresas, empleo, valor agregado y participación en las exportaciones y en el PBI industrial.
A aquella catástrofe se contrapuso el proceso iniciado en 2003, con resultados contundentes e innegables. No fue producto de la casualidad, sino de la clara concepción estratégica que marcó el conjunto de decisiones políticas que se tomaron desde entonces. Se trata de una visión en la defensa de la industrialización y la valorización productiva, enmarcada en el modelo de crecimiento con inclusión social.
La Argentina comenzó así a caminar por las vías del desarrollo, las cuales sin lugar a dudas nos plantean desafíos considerables, nos involucran en tensiones de todo tipo, distributivas, de crecimiento, de disponibilidad de recursos, entre otras. Pero la clave es no abandonar el rumbo, no confundir táctica con estrategia, conceptos con instrumentos.
Así como son innegables los logros alcanzados estos años y esto ratifica enfáticamente la necesidad de continuar el rumbo, la complejidad que ha asumido la coyuntura nos interpela a explorar cuál debe ser su expresión, su forma, no el fondo. Todo proceso de desarrollo involucra la interacción entre ambos planos, uno más superficial, dominado por el ciclo económico, y otro más estructural, cuya evolución tiende a ser más lenta que el primero. En consecuencia, es lógico que en la medida que se avanza en el plano estructural aparezcan tensiones en el ciclo económico que, si se resuelven satisfactoriamente, permiten ir detrás de un nuevo desafío estructural para el desarrollo.
Asimismo, la historia de los países desarrollados demuestra que para afianzar la industrialización de un país es necesario contar, en los momentos claves, con un núcleo de empresarios, industriales y emprendedores comprometidos con el país.
Ser “emprendedor”, “industrial” y “con profundo apego a lo nacional” se complementan, ya que para lograr un continuo y pleno desarrollo de la industria en Argentina, se requiere ampliar la base de empresarios que jueguen a favor del país y que confieran a sus objetivos el irrenunciable aditamento de ejecutarlos además que por el bien de su empresa, también y de forma sine qua non, por el bien y progreso del país.
El compromiso con la Argentina sólo es posible pedirlo al empresariado nacional. Por razones obvias no puede ser requerido a las inversiones extranjeras, que aun muy bienvenidas como aporte al desarrollo argentino, tienen como objetivo la rentabilidad y el desenvolvimiento de su actividad en un ambiente propicio. Solamente los industriales argentinos podemos asumir otra responsabilidad, que es trabajar por un país con un futuro sustentable y creando las condiciones para el desarrollo con inclusión social de nuestros hijos y descendientes.
Desde ya tenemos presente que desarrollar un modelo de país industrial requiere generar las modificaciones tecnológicas y de procesos que lo hagan sustentable a través de mayor y mejor equipamiento, eficiencia, calidad y diseño tecnológico y con plena ocupación del empleo calificado que surge de los valiosos y especializados recursos humanos con que cuenta el país.
Este proceso requiere esfuerzo, inversión y asumir riesgos que en muchos casos colisionan con los conceptos tradicionales de rentabilidad y comodidad. La propuesta es sumar otra rentabilidad, la del país con un proyecto viable a largo plazo, probablemente para que sea vivido y disfrutado por nuestros descendientes.